- Mana parlayta atiqtiychus, boliviana kaptiychus chayjinata. Wisk’ay kuwarqanku nini. (¿Por qué me encerraron? ¿Porque no sé hablar español? ¿Porque soy boliviana?)
Dos hombres uniformados de azul la esposan, la meten a un auto con luces rojas y azules y la llevan a un cuarto sin ventanas, pequeño, oscuro. Reina Maraz Bejarano – 22 años, larga trenza negra, mejillas sonrojadas, piel morena y tersa, rasgos indígenas – no entiende nada, ni quiénes son esos hombres, ni por qué la encierran gritando palabras en ese idioma de blancos que ella no comprende.
- Mana parlayta atiqtiychus, boliviana kaptiychus chayjinata. Wisk’ay kuwarqanku nini. (¿Por qué me encerraron? ¿Porque no sé hablar español? ¿Porque soy boliviana?)
Los policías la dejan encerrada en un carceleta de la Comisaría de Florencio Varela, una de las villas de la periferia del Gran Buenos Aires con importante población boliviana. Nadie le explica nada, nadie le entiende nada.
Es sábado 20 de noviembre de 2010. Su suegro la había invitado a quedarse unos días en su casa porque su marido no estaba – seguro andaba en una de esas farras suyas que podían durar varios días – y pasaba el día limpiando el improvisado taller de costura que funcionaba en esa construcción maltrecha típica de las villas bonaerenses. Comenzó a preparar el almuerzo y entonces pasó eso que no le dejó tiempo ni para terminar la comida, ni para despedirse de sus hijos a los que quizás hubiera abrazado y besado fuertemente de haber sabido que no los volvería a ver más.
- ¿Por qué me encerraron? ¿Porque no sé hablar español? ¿Porque soy boliviana?
Esas preguntas quedaron sin responder. Nadie le explicó nada, nadie le entendió nada. Reina pasó siete meses en la carceleta y su estómago fue creciendo y creciendo hasta amenazar con un parto. Solo entonces fue trasladada a la cárcel de mujeres Nº 33 de Los Hornos, en la ciudad de La Plata. Allí parió una niña a la que dio un nombre y sus apellidos, Abigail Maraz Bejarano.
Pasó un año y cinco meses sin saber la razón de su encierro. En diciembre de 2011, la Comisión por la Memoria – institución que defiende los derechos humanos en Argentina – hizo una inspección de rutina en Los Hornos y se enteró de su caso. “Reina estaba en un estado total de indefensión cuando la encontramos. En Reina confluían múltiples identidades que la colocaban en una situación de vulnerabilidad tremenda”, dice el informe de la Comisión por la Memoria. Las múltiples identidades que encontraron eran: mujer, boliviana, pobre, migrante, de piel oscura, quechua hablante, analfabeta y evangelista.
La comisión pidió un intérprete para Reina, pero la justicia argentina solo cuenta con intérpretes de inglés y francés. Finalmente encontraron uno de quechua y Reina pudo saber por primera vez, en su lengua materna, el delito que se le imputaba: el homicidio de su marido Limber Santos. Fue entonces que supo que lo que pasaba era más grave que ser mujer, boliviana, pobre, migrante, de piel oscura, quechua hablante, analfabeta y evangelista.
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La historia de esta Reina quechua es una constante sucesión de eventos desafortunados. Dos meses antes de que la apresen, Reina vivía la siguiente escena:
Su marido Limber llega a la casa borracho y le da una golpiza. La arrastra de los pelos, grita, rompe los pocos muebles que hay en el cuarto – un cubo de ladrillos que comparten 4 personas – y aterroriza a sus hijos Kevin y Fermín, que se esconden en un rincón mientras ven a su padre abrir la garrafa del gas vociferando que los va a quemar vivos a todos.
Los parientes de Limber, que viven en el cuarto de al lado, escuchan los gritos y salen a ver qué pasa. Le quitan el encendedor, pero al ver que no se calma, tienen que llamar a la Policía, que llega cuando Reina y sus hijos ya han logrado escapar.
Reina deambuló por casas de amigos y parientes por un par de semanas. Quiso trabajar pero, hablando solo quechua, le fue muy difícil en Buenos Aires. Como no pudo juntar dinero para volverse a Bolivia y tampoco tenía sus documentos ni los de sus hijos – Limber se los había quitado cuando intentó irse por primera vez -, la opción de regresar a Bolivia no era viable.
Finalmente llamó a su marido y le pidió los documentos. Él dijo que sí. Se reunieron en la terminal de Liniers para la entrega, pero Limber la convenció de que volvieran a vivir juntos y Reina, que no sabía ni comprar alimentos en la tienda sin él como guía y traductor, terminó aceptando.
La pareja y sus dos hijos quisieron comenzar de nuevo, dejaron el trabajo de cosechadores nocturnos de tomates y se fueron a vivir a un horno de ladrillos llamado ‘el horno de Chacho’. En el nuevo hogar, Limber fue el mismo borracho que gastaba en alcohol el poco dinero que ganaban y que golpeaba a Reina, la misma chica temerosa que no hablaba una palabra de español y dependía totalmente de su marido. Allí trabajaron cortando y apilando ladrillos junto a dos familias paraguayas, pero pronto se sumaría a la historia un nuevo vecino, un personaje que cambiaría la vida de todos: Tito Vilca.
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(Tres años y medio después. Unidad Penitenciaria Nº 33 de Los Hornos, ciudad de La Plata, Argentina. Entrevista con la interna Maraz Bejarano Reina).
Como si estuviera a punto de abrir la jaula del animal más visitado del zoológico, una carcelera joven, rubia, de acento porteño, dice: “Reina siempre tiene visita, vienen de las universidades, viene prensa, gente de Ongs, mirá que es nuestra interna estrella. A la gente le gusta la historia de la boliviana que no sabe hablar, jajaja… Ahora te la traigo”.
Reina – su piel tersa de 25 años contrasta con sus ojos cansados y llenos de cataratas – entra a la oficina de la jefa de la Unidad, lugar cedido para la entrevista. Camina lento, la cabeza gacha, levanta tímidamente la vista y dice muy bajito y en español: hola… Se sienta y, después de oír el saludo en quechua del intérprete, los ojos le brillan y devuelve el saludo sonriente: Imaynalla kachkanki (¿cómo estás?). Luego pregunta si todos hablan quechua. Ante la negativa del intérprete, ella dice con tono desesperado:
- Sho no, sho no, matar mana, inocente kani.
Lo que intenta decir en un quechuañol con dejos gauchos es:
- Yo no, yo no, nada de matar, soy inocente.
En la carpeta judicial de su caso aparecen dos acusados: Maraz Bejarano Reina y Vilca Ortiz Tito. El delito: “criminis causa”, homicidio agravado por el concurso premeditado de dos o más personas. El fallecido: Limber Santos, esposo de Reina y amigo «de chupa y farra» de Tito Vilca. La causa de la muerte: asfixia por obstrucción de las vías respiratorias. El móvil: la supuesta relación amorosa entre Reina Maraz y Tito Vilca. Los testigos: los únicos testigos son Kevin y Fermín, de 5 y 3 años, hijos de Limber y de Reina.
Tito Vilca era vecino de Reina y Limber. Trabajaba con ellos cortando ladrillos y rápidamente se convirtió en amigo de Limber. Ambos salían de copas después del trabajo y muchas veces Tito prestaba dinero a Limber para pagar las bebidas.
Reina – blue jeans, remera rosada, cola de caballo, zapatillas deportivas, todo ajeno a su look antiguo de cholita – recuerda los meses que convivió con Tito Vilca como vecino:
– Tito era amigo de mi esposo. Yo no me llevaba bien con ese joven porque mi marido me entregó a él para que abuse de mí.
– ¿Por qué te entregó tu marido a él?
– Mi marido iba al baile con él y llegaban borrachos. Una vez el joven ese, Tito, llegó tarde a mi casa, a las 4 de la mañana. Vino del baile y dijo: “tu marido me ha mandado para que esté con vos porque me debe plata, tu marido se fue con otra a un hotel”. Eso dijo.
– ¿Qué le dijiste vos?
– Yo no le creí. Él quiso violarme a la fuerza. Yo peleé, peleé mucho, pero me violó siempre. Aunque no vivía bien con mi marido hace rato porque me pegaba, cuando abusaron de mí estaba embarazada. Estaba ‘embarazadits’ de un mes, recién sabía. Mis otros dos hijitos despertaron asustados con el ruido y vieron todo lo que me hizo Tito. Lloraban y decían: “mamá… mamá… qué te están haciendo?”.
(Reina se quiebra y llora, dice que no llora por ella, sino por sus hijos que tuvieron que ver todo eso).
– Y después, ¿le dijiste a tu marido que te violaron?
– Si, hablé con el cuándo llegó por la mañana, los encaré a los dos. Mi marido se lo negó. El joven Tito le dijo: “tú me mandaste, no mientas, tú te fuiste con otra”, y le dio un manazo a mi marido. Limber se quedó calladito.
Aunque entonces la discusión no llegó a mayores, Limber desapareció y lo encontraron muerto días después. Reina dice que cuando la apresaron no sabía que el cuerpo de su marido había sido encontrado sin vida. Solo sabía que su marido desapareció un día, que ella pensaba que era lo de siempre: se quedó por ahí tomando y ya volvería; que no volvió en varios días, que el 16 de noviembre, acompañada por su hermana – que sí habla español – fue a la Policía a sentar la denuncia de la desaparición de su marido.
Entonces su suegro, Lino Santos, le dijo que ella y los niños se muden a su casa porque allí estarían mejor hasta que aparezca Limber. Pero Lino Santos ya sabía que la Policía había encontrado a su hijo con una cuerda en el cuello, asfixiado, y en cuanto Reina estuvo en su casa, Lino llevó a sus nietos, dos niños de 5 años y 3 años, a la 5ta. Comisaría de Florencio Varela, donde el subcomisario Martínez y el subcomisario Lanza les tomaron declaración. Los niños dijeron que dos enmascarados entraron a su casa con cuchillos y pistolas, que su mamá estaba con ellos y que ella mató a su padre. Con ese único testimonio tomado como prueba – que mencionaba pistolas y cuchillos, pero nada acerca de la cuerda con la que ahorcaron a Limber -, sumado a la declaración de Lino Santos de que Reina era infiel a su marido con Tito Vilca, como móvil, los comisarios mandaron a dos uniformados a la casa del suegro de Reina, de donde la metieron a una patrulla y la apresaron.
- Los policías me amenazaron con arma. Pero yo no les entendía nada. Me asusté mucho. Intenté decir que no hice nada, pero no me entendían… Ahora sé que ellos creían que maté a mi marido. ¿Cómo puedo matar yo tan feo? Si él era más grande y siempre me pegaba. ¿Cómo? Si dicen que a él lo habían amarrado y que lo ahorcaron.
Pocos días después detuvieron a Tito Vilca bajo los mismos cargos. Pero Tito Vilca – por suerte o por desgracia – enfermó y falleció en prisión; y, ante la justicia, la única responsable que quedó fue Reina, que ha pasado casi cuatro años presa – justa o injustamente – por la muerte de su esposo.
Los ingredientes del caso son dignos de una novela detectivesca de Poe, pero en la realidad, la justicia argentina es una novelista mediocre: nunca hurgó en las profundidades del caso de esa forma irreductible en que lo hace el escritor americano y dejó muchos cabos sueltos.
Según la psicóloga y trabajadora social Isabel Burgos, que visita a Reina regularmente, en la causa hay irregularidades. “Los niños testificaron en contra de su madre, pero en Argentina la legislación vigente de protección de los derechos infantiles dice que ellos no pueden verse involucrados en esto. Además, el argumento para responsabilizarla por el homicidio está lleno de juicios misóginos. La familia del difunto prácticamente le endilga relaciones extramatrimoniales a Reina y lo peor es que la Policía toma esto como móvil del crimen”.
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Antes de enfrentarse a ese monstruo de tres cabezas – violencia doméstica, idioma desconocido y cárcel -, Reina era una niña feliz que criaba cabras en el campo. Es la segunda hija de Genaro Maraz y Evangelina Bejarano, dos pastores del valle de Avichuca (provincia de San Lucas, Chuquisaca). Reina nació y creció en ese pueblo intrascendente que con dificultad es encontrado en los mapas de Bolivia.
En Avichuca – donde hasta hoy no llega la cobertura de telefonía móvil, ni el internet, ni otros rastros del mundo moderno – los Maraz Bejarano tuvieron seis hijos, “tres parejitas”, dice orgulloso el padre de Reina. La mayor de sus hijos fue Flora, luego vino Reina, Juan Carlos, Norma, Wilfredo y Moisés.
“Ayudábamos a pastorear, hacíamos queso, vivíamos paseando con los chivos en el campo, no conocíamos ni el pueblo, ni nada”, recuerda Norma, la hermana menor de Reina, con alegría en la voz.
Reina recuerda escenas similares. “Sembrábamos papa, maíz, haba. Me gusta sembrar, aquí recién pusieron una huerta y me dejan salir a trabajar en las tardes. Sembramos lechuga, tomate y zanahoria”.
Norma, Reina y su hermana mayor Flora, al igual que su madre Evangelina, vestían pollera, sombrerito, llevaban sus largos cabellos trenzados y ninguna hablaba español. El atuendo típico de cholita y el quechua como única lengua ahora solo lo mantiene la mamá de Reina. Sus hijas escondieron las polleras y tuvieron que aprender español cuando fueron a buscarse la vida a Argentina. Allá compraron pantalones de jean, remeras y las trenzas las volvieron colas de caballo. “Aquí la gente nos miraba feo, por eso no nos vestimos de pollera. En el campo, vestíamos así, bonitas, pero aquí solo se puede cuando hay una fiesta de bolivianos o alguito así”, cuenta Norma, que usó su primer pantalón de jean a los 19 años.
Si no hablaban español era porque no lo necesitaban. En casa de Reina, los hombres – su padre y sus hermanos – eran los que lo aprendían para ir al pueblo a vender lo que producían: carne, queso, leche, cueros. Reina y sus hermanas solo conocieron San Lucas, el pueblo más cercano, al cumplir los 16 años.
“Mi papá es hermano”, dice Reina titubeando en español, tratando de explicar el oficio de fines de semana de su padre, que es pastor, no sólo de cabras, sino también de una iglesia evangélica.
Don Genaro, que vivió toda su vida en la casita de barro de Avichuca, hoy sigue ahí, rodeado de unas cuantas cabras flacas, pero con la casita vacía, ya que solo quedan él y su esposa Evangelina. “Mis seis hijos se fueron a Argentina a buscar trabajo, decían que allá les iba a ir mejor y mire lo que pasó”. El tono de la voz se le quiebra por unos segundos, pero vuelve enseguida tratando de oírse fortalecido y más varonil: “Allá se fueron, tan grande allá… si yo no quería llevar a mis hijas ni ‘aquisito’, al pueblo grande, San Lucas, porque sabía que los hombres se aprovechan de las chicas de campo”.
A pesar de su temor, Don Genaro llevó a sus hijas por primera vez al culto de su iglesia cuando cumplieron 16. Las hacia caminar tres horas de ida y tres horas de vuelta para llegar a la iglesia a que aprendan de Dios y sepan los rezos de la congregación que él guía, en quechua y en español, cada sábado. Toda la familia de Reina cree en Dios y reza el padre nuestro en quechua. Cada vez que Reina habla con su padre – por teléfono y desde la cárcel – contesta a sus bendiciones con un amén.
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En los sábados de culto, en la iglesia evangélica de San Lucas, Reina conoció a Jesús de Nazaret, sus milagros y a sus santos apóstoles, pero también conoció a Limber Santos, que después de verla en el pueblo un par de veces, se la llevó para que fuese su mujer.
- No nos casamos, así nomás me llevó con él un día y ya no me devolvió más a mi casa. Me decía que me quería, era bueno. Su padre era cantante y a él le gustaba que vamos a verlo. Me gustaba estar con él.
Tres años y dos niños después, la relación cambió. Limber bebía y gastaba el dinero que ganaban y “se hizo malo”.
- ¿Por qué decís que se hizo malo?
- Porque era celoso, se fijaba que llegue rápido de la casa de mi madre y si me tardaba, me pegaba. Decía que seguro me fui con otro hombre. Tampoco le gustaba que vengan mis hermanas a verme.
Reina temía a Limber, pero no era la única. Su cuñada Norma también le tenía miedo. “El siempre insultaba, decía puta, mierda y esas malas palabras que dicen los borrachos. Decía que mi madre no nos enseñó nada y la retaba a Reina porque no sabía hablar, ‘india’ le decía. Yo sé que la Reina sufría mucho con él”, recuerda Norma.
Las constantes acusaciones de Limber de que Reina le era infiel crecieron al igual que la gravedad de las golpizas y la precaria situación económica. En 2009, con un niño recién nacido y enfermo, Limber dejó a Reina y se fue a buscar trabajo a Argentina, donde hacía poco se habían instalado su padre Lino y su hermana Florinda. Según Reina y su familia, él nunca mandó un centavo para sus hijos y Reina se ganaba el sustento vendiendo pollos a la broaster en el pueblo. Su padre, sus hermanas y un primo la ayudaban en lo que podían. La constante presencia del primo despertó habladurías en el pueblo y estas llegaron a Limber, que volvió de Buenos Aires a reclamar su lugar de marido después de dos años de ausencia.
“Volvió porque decía que Reina era infiel con mi primo y la llevó al médico para que le hagan un examen para ver si estaba embarazada o si había tenido otro hombre”, cuenta Norma, hermana de Reina.
Toda la familia de Limber se enteró del problema marital basado en las acusaciones de infidelidad. En la organización del ayllu (comunidad en quechua), la familia extendida tiene voz y voto sobre los problemas de parejas o interpersonales y, en este caso, el pedido popular fue llevar el caso al corregidor. La autoridad del pueblo fue llamada y, después de oír los alegatos, dio autorización a Limber para realizar una requisa de los órganos sexuales de Reina. Después de una prueba de sangre y varias otras de palpación genital, un médico de la clínica Potosí dio su veredicto: Reina no tenía signos de haber tenido relaciones recientemente, ni de estar embarazada. Ante las pruebas, Limber aceptó tomar a Reina como su mujer nuevamente y le dijo que se vayan juntos a Argentina.
- Yo no quería venir. Le dije: tanto tiempo estuviste en Argentina y no ganaste nada, a qué vamos a ir; pero él me amenazó con llevarse a mis hijos y por eso me vine.
La pareja marchó a Buenos Aires en 2009 y, al llegar, pasaron unos meses en casa de Lino Santos, padre de Limber. Allí, la recepción a Reina – la esposa recientemente acusada de infidelidad – no fue buena; los argumentos médicos sobre el desuso de los genitales de Reina durante la ausencia de su marido no fueron prueba suficiente para Florinda, hermana de Límber.
- Florinda siempre me insultaba, una vez me pegó a mí y a mis hijos. Ella decía que cuando Limber bebía, me pegaba y rompía todo, era por mi culpa, que yo lo volví loco por haberle sido infiel en Bolivia. Yo nunca le miré a otro hombre.
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- Visita para Maraz!!!
- Ahhh, buscás a la india, está en su celda, nunca sale de ahí.
- Llamala a la bolita boludaaa!!!
Un grupo de internas están paradas junto a los barrotes que se abren para dar paso al pabellón 4. Una de ellas, la que más habla y parece al mando, dice que a ella nadie la visita y que “a la india nunca le falta quien venga”. La mujer – pelo pintado de rojo, tatuajes en la mano y el seno izquierdo, cicatriz en el brazo – alza a un niño de meses y le da de mamar.
El pabellón de madres es el más acogedor de la cárcel. Las rejas están pintadas de verde agua, en la pared principal hay un cuadro del sagrado corazón de Jesús, se ve ropa de bebé colgada por todas partes, una mesa de madera larguísima, una cocina con trastos sucios, un refrigerador que suena como un tractor y las presas – observadas por una carcelera desde una torre – están con sus hijos tiradas al sol en el patio.
Reina sale. Es un punto blanco entre las demás internas. Sus rasgos indígenas, junto con su mirada esquiva, su caminar lento, la cabeza gacha, el hablar bajito y miedoso, la diferencian de las otras, que hablan fuerte, se ríen a carcajadas y se mueven como dueñas del terreno, cancheras, casi poderosas.
- Hola, Reina, ¿te puedo sacar una foto?
- Piba, sacame a mí con ella, si somos amigas con la bolita. Voy a ser famosa en Bolivia.
Una de las presas se acerca, pone el brazo alrededor de Reina y sonríe para la foto. Reina tiene un gesto de desconcierto en la imagen y sale mirando el brazo de la chica. Mas tarde, en su celda, confiesa que es la primera vez que la pelirroja se le acerca en tono amistoso. Después del incidente de la foto pregunta:
- ¿Y el traductor?
En la entrevista con traductor, Reina habla rápido, imparable, explica todo. Sin su presencia, se muestra insegura, tímida y hasta un poco triste. Entre señas y hablándole muy suave y sin frases elaboradas, entiende lo que se le dice. Pero cuando se frustra y no puede hablar, responde en quechua.
- ¿Extrañas hablar quechua?
- Ari (Sí, en quechua)
- ¿Extrañas Bolivia?
- Sí, volver quiero.
- ¿Qué es lo que más extrañas de Bolivia?
- Mi familia… la comida. Feo aquí es siempre.
- ¿Qué te gustaba comer en Bolivia?
- Ají de fideo, pero no puede aquí ají. Me gusta picante de pollo, chuño, sopa de maní, eso.
Reina aprendió sus primeras palabras en español, después de pasar tres años y medio privada de libertad, gracias a su amiga Marina, otra interna boliviana y quechuaparlante.
- Marina me decía “así se dice” y me escribía en un papel palabras en quechua y en español.
- ¿Qué fue lo primero que te enseñó?
- Encargada, ¿me abre?. Carcelera. Eso.
Reina necesita decir “encargada, ¿me abre?” al menos cuatro veces al día, para llamar a las carceleras cada vez que debe salir a la guardería, para llevar o recoger a su hija Abigail.
Abigail Maraz nació en la Unidad Penitenciaria Nº 33 de Los Hornos, en la ciudad de La Plata, Argentina. Abigail Maraz es hija de Reina Maraz y del encierro. No lleva el apellido de su padre muerto porque él ni siquiera llegó a saber de su existencia. Entre su básico vocabulario y cuando tenía solo un año, Abigail aprendió a decir «carcelera», la primera palabra que su madre supo decir en español.
“Abigail es bien boliviana porque vino al mundo un 6 de agosto”, dice su madre con un tímido dejo de orgullo de boliviana que recuerda el día de su patria. Reina – blusa estampada, blue jean, zapatillas y cola de caballo – intenta lucir ‘occidentalizada’ para evitar la mirada racista de sus compañeras de bloque. Esta ex amante de las polleras fue perdiendo ese look andino a punta de insultos, recibidos lo mismo en las calles bonaerenses como en la cárcel de La Plata. “Las presas me odian, me dicen “todas las bolivianas son sucias”, “boliviana concha tu madre”, yo no sabía qué era “concha tu madre”. Me dijeron que insulto de aquí es”.
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“No vi a mis hijos desde que me trajeron acá, quiero salir, irme a Bolivia, quiero juntarles, ahora están separados, no conocen a su hermanita”. Reina confiesa que lo peor del encierro es no ver a sus otros dos hijos.
Después de llevar a los niños a declarar en contra de su madre, Lino Santos, suegro de Reina, se los llevó a vivir con él a Sucre. Reina dice que no le dijeron nada, que no firmó nada para que puedan salir del país, que no sabe cómo lo hicieron. Solo sabe que no los volvió a ver más.
Genaro, padre de Reina, buscó a Lino Santos durante varios meses y lo encontró. Pero Santos se negaba a entregarle a los niños para que vean a su madre. Genaro sentó denuncia en la Defensoría de la Niñez del municipio San Lucas, en Chuquisaca, y el juez, que vio a dos abuelos peleando por dos niños, tuvo una salida que consideró salomónica: separó a los niños. Entregó uno a cada abuelo. Después de eso, Lino Santos cambió de casa y de teléfono, y nadie supo más de él, ni de Kevin, el hijo mayor de Reina.
Fermín, el menor ya tiene 6 y vive en el campo con los padres de Reina. Habla quechua y juega con las cabras, como solía hacer su madre cuando era niña. Reina habla con él cada vez que su padre puede llevarlo al pueblo, donde hay cobertura telefónica.
De Kevin, el mayor, que ya debería tener 8 años, no se sabe nada hace tres años.
Mientras cambia los pañales a Abigail en la pequeña litera que le sirve de cama, Reina dice que si no fuera por su “chiquita” que la acompaña en el encierro, ya se hubiera muerto.
Abigail, de 3 años, siempre está en los brazos de su madre en los pasillos de la cárcel o en las salas de visita, y se pone aún más tímida cuando ve al intérprete de quechua o al director de la cárcel. “Esa beba ha tenido una gestación muy dura y desde que nació solo conoce la cárcel de mujeres. Nunca ha tenido una figura paterna y tampoco está acostumbrada a ver figuras masculinas, es por eso que teme a los hombres, los ve como seres extraños”, explica la psicóloga, Isabel Burgos.
Pero la tímida nena de ojos achinados, que se esconde en el regazo de su madre en las salas de visitas, es otra cuando entra a su celda – su casa, su espacio de confort, todo lo que conoce -: ahí es una niña inquieta, que corre, salta, ríe, saca una muñeca, un osito de peluche, pinta mariquitas en un libro y habla una mezcla de quechua con español que, a veces, ni su madre entiende.
Abigail sale de la habitación/celda, cruza el comedor lleno de internas – una cocina fideos, otra saca leche del refrigerador y otra, con un vientre a punto de explotar, dormita – y sale a jugar en el pequeño resbalín que hay en el patio. Reina la mira con devoción y dice: “ella no sabe que está presa porque es chiquita, pero qué irá a decir cuando sea grande. Me da miedo que cuando cumpla 4 me la quiten”. La legislación argentina solo permite que las madres convivan en prisión con sus hijos hasta esa edad.
De repente se escuchan golpes en los barrotes de la reja y el grito:
- Se cierra el patiooooo!!!
Reina se levanta y comienza a recoger la ropa que tenía tendida en los alambres. Levanta un buzo rosado, un vestido de flores y medias pequeñitas y de colores. Se le cae una, pero Abigail va tras ella y la recoge.
- Se cierra el patiooooo!!!
Reina le dice algo en quechua y le hace una seña para que la nena entre a la celda. Abigail se agarra de los barrotes rojos y responde que no con la cabeza, mientras le sonríe a la carcelera. Abigail oye el cantito al que está acostumbrada cada tarde y repite en coro con la uniformada:
- Se cierra el patiooooo!!!
La carcelera la mira y se ríe. Las demás presas salen a recoger la ropa lavada y algunos niños las siguen. Dos nenas se ponen al lado de Abigail y se suman al coro:
- Se cierra el patioooo!!!
Cuando de verdad se cierra, Abigail llora aferrada a los barrotes, y las otras niñas la siguen. La libertad del patio acabó por el día.
Reina quita los deditos gordos de Abigail de los barrotes, uno por uno, la alza e intenta calmarla en sus brazos. La niña sigue llorando durante unos 15 minutos y finalmente se duerme. Su madre la lleva a su celda y la acuesta en su litera.
Reina, esa mujer que cuando la apresaron – justa o injustamente – no sabía nada, no entendía nada, ahora sabe algo con claridad:
- Sé que me encerraron porque no pude hablar, no pude defenderme. Sé que me quitaron a mis hijos porque no podía hablar para defenderlos. Sé que Abigail nació en la cárcel por eso. Sé que no voy a encontrar trabajo si no aprendo a hablar español. Y por eso quiero aprender y que mis hijos aprendan, por eso voy a la escuela todos los días y ya estoy aprendiendo.
Reina trata de demostrar lo aprendido y recita: a, e, i, o…
Sonríe, se encoge de hombros y mira con temor, como niña que pide disculpas por no recordar la u.