A sus 13 años, miedosa como un animalito de pecho, llegó a la Policía, víctima de trata y tráfico de personas. Tres años y medio más tarde volvería, esta vez con los ojos impetuosos y astutos, con cuatro sobrenombres, tres certificados de nacimiento y manías al por mayor, como la cabecilla de la red de prostitución más temeraria y resbaladiza de la ciudad. Su alias: La Paiva.
El día que produjo un corte de 15 centímetros en la mejilla izquierda de su rival, jamás imaginaría que aquello sería la punta de un iceberg que develaría un mundo inverosímil de proxenetismo, prostitución y drogas y el inicio de una cacería que conduciría a Leidy D. P.* a pisar estadios inauditos e insolentes, incluida la cárcel, donde prácticamente se hizo hembra de verdad.
Allí constató que la justicia boliviana es una comedia, la seguridad un artificio y la libertad un monólogo de voces sordas que ni a sí mismas se escuchan.
Era el 7 de julio de 2010. Leidy D. P., conocida en la calle y luego en la justicia por su alias ‘La Paiva’, llegaba a la Fuerza Especial de Lucha Contra el Crimen (FELCC) junto con dos amigas, en calidad de “arrestadas”. Sus “amiguis” – como ella las nombraba -, fueron afiliadas en los formularios policiales como Lizet T. A., de 17 años, y Nelly S. A., de 16, sin ningún alias, acusadas de “lesiones graves y leves” por haberle propinado una paliza bestial a Wara, una miembro de su patota con la que en algún momento de su sociedad no congeniaron y rompieron a la mala.
La agresión fue tipificada como “delito”, no tanto por la herida de 15 centímetros en la mejilla ni por los moretones que escarchaban el rostro y el cuerpo de Wara, sino por la manera en que La Paiva se declaró inocente. “No le hice nada a esa flauta, fue solo un cortecito, pacos de mierda”. Por el delito de “lesiones graves y leves” el Código Penal boliviano establece uno a tres años de prisión, lo cual aumenta si hay “faltamiento a la autoridad”, según el policía al que le toque el caso.
La hora marcaba las 09.15 cuando llegaron las tres en una patrulla. La Paiva trajeaba un vestido lila que le llegaba hasta medio muslo y zapatos de taco. Daba la impresión de una matrona con cara de niña, tanto por su modo de andar tosco y despreocupado como por el maquillaje trillado que traía después de una noche empalagosa.
Nelly vestía un deportivo celeste entero cubierto por una campera negra de jeans que contrastaba con su tenis blanco. Su porte semejaba a la de una colegiala que había acudido a su año deportivo un sábado cualquiera. Y Lizet, más lanzada en cuestiones de hábitos juveniles, portaba una blusa diminuta rosada que permitía ver a la distancia su vientre y su soslayado ombligo. Se completaba con unos vaqueros raídos y unas botas pelucosas, como si fuera invierno.
La denuncia en contra del trío fue signada como “caso N° 2046/10”. Realizados los primeros obrados, como rara vez suele suceder en la fuerza del orden, el departamento de Registros de la FELCC constató que La Paiva ya había estado tres años y medio antes en esas dependencias, en calidad de víctima. Aquella vez contaba con 13 años y sus modales eran todavía de niña cándida y risueña. Ahora, en cambio, La Paiva había crecido, se embriagaba, pegaba a sus rivales, maldecía a los policías y mostraba su dedo medio a la prensa.
Confesiones de prisionera
El 3 de diciembre, día que Leidy D. P. accedió a esta entrevista, debió ingresar por una puerta posterior a la oficina de la gobernadora del penal San Sebastián. “El señor quiere hablar contigo”, le anotició la policía que la fue a llamar de su celda. La Paiva saludó con indiferencia: “Cómo está”.
Tomamos asiento, la policía se marchó y quedó un ambiente constituido por un viejo escritorio en el centro de la salita, dos estantes plagados de archivos desordenados, tres sofás seminuevos verdeoscuro, una TV apagada y el bullicio de las reclusas que ingresaba desde el patio cuando a ratos alguien abría la puerta por equivocación. Leidy me observaba con el rabillo del ojo, como cuando se duda de estar o no en ese lugar, hasta que tomó confianza.
- ¿Usted es doctor o periodista? – rompió el hielo.
- Periodista – respondí.
Era la primera vez que iba a hablar en una entrevista directa. La vez que la detuvieron por la reyerta contra Wara, sólo se la escuchó vociferar a la prensa: “quiero a mi abogado”. Eso ocurrió en el momento en que la conducían al Ministerio Público en medio del asedio de las cámaras y flashes de los medios de comunicación, que la obligaron a cubrirse el rostro con una chompa oscura y escapar hacia su encierro.
Ahora, cuando supo la razón de la entrevista, estiró las piernas y se dejó estar en el sofá, como para demostrar que la vida es más simple de lo que parece.
- ¿Cómo estás? – pregunté.
- …así, como me ve.
Se la veía bien. Vestía una solera anaranjada y un jean azul marino, abrigada con un polo morado, a pesar de que hacía calor. En sus dedos medio y anular, dos anillos saltaban a la vista, uno de plata y otro de pequeñas perlas doradas que hacían juego con sus aretes estampados. Sus uñas, pintadas de café, combinaban con las de sus pies, cuyos dedos radiantes reposaban en unas sandalias blancas, tipo chinelas. Si alguien la hubiera visto fuera de ese ambiente, no creería jamás que fuera una reclusa. Las demás reclusas vestían a lo que mandaba su humor, siempre deprimente como la cárcel misma.
- ¿Por qué te detuvieron? -comencé el interrogatorio.
- ¿Por qué me detuvieron? – repite para sí – ¿Acaso usted no lo sabe? – Luego de una pausa, como habiendo recapacitado, responde:
- Supuestamente por prostituir a menores.
- Entonces ¿no es cierto aquello?
- Bah, cómo va a creer que yo haga eso si también soy menor de edad.
- ¿Cuántos años tenés?
- ¡Dieciséis!
- Si tenés dieciséis ¿no deberías estar en un centro para menores?
- Claro, pero estoy acá por culpa de mi maldito carné. Hasta ahora no logro sacarlo, no llega el fax de La Paz.
Ocurre que en Bolivia, por aquel entonces, si uno quería tramitar la cédula de identidad en un departamento o provincia que no era la suya, la Policía debía enviar un fax al lugar donde uno hubo nacido, para extraer la fecha de nacimiento, el nombre de los padres y hasta la hora en que nació, como si esto último después importara. Lo cierto es que esa tarea pasó hace poco a manos del Servicio General de Identificación Personal (SEGIP) que, igual que antes, en pleno albor de la ciencia y la tecnología, no cuenta con un padrón de registro de todos los nacidos en este maravilloso país.
La realidad es que ni Leidy ni sus abogados de Defensa Pública habían logrado hasta ese momento recibir el anhelado fax, para demostrar su minoría de edad. La encerraron. No obstante, Leidy juraba que nació un 2 de enero de 1995.
De niña a mujer
La vida era normal para Leidy hasta sus 13 años. A esa edad cursaba el segundo de secundaria en un colegio de la zona sur.
Una de esas acaloradas tardes de septiembre, en la canchita del cole, una chica mayor se le había aproximado. Le charló cualquier cosa y la hizo reír. “Se ganó mi aprecio”, recuerda. A la media hora, ya eran las mejores amigas del mundo. Su nombre, Tania. “Ella me invitó a que saliéramos a pasear. Yo acepté”, expresa Leidy.
Ese afecto entre ambas creció aún más los días venideros, al punto que al cabo de un par de semanas, la una no hacía nada sin la otra. Iban, venían, deambulaban, fuera y dentro del colegio. Se hicieron de otras amigas, pero también de enemigas. “Tania tenía algunas broncas, yo también me hice bronca de ellas”, asegura Leidy, de modo que las riñas con las rivales de turno comenzaron y se hicieron parte de la rutina.
Un domingo de esos en los que los adolescentes se aburren porque no encuentran nada que hacer, decidieron escapar de casa para ir a una fiesta. Llegaron al local Ónix, en la avenida Panamericana, el rincón más extremo del sur de Cochabamba. “Ahí conocí a unos chicos, amigos de Tania. Tomamos harta chicha y, la verdad, no me acuerdo cómo salí del local”, narra mientras juega con sus dedos.
“Lo único que recuerdo – prosigue – es que al día siguiente desperté en la casa de mi amiga. Me levanté, me dolía la cabeza. Cuando me colocaba las sandalias para irme, vi mis pies con gotas de sangre. Me asusté”. Leydi había perdido su virginidad esa noche. Desde ese instante, el ensueño de entregarse a un verdadero amor, como alguna vez escuchó a su profesora de religión, lo había tirado por la borda.
- ¿Ahora tenés enamorado? – le curioseo.
- No – responde tajante.
- ¿Y por qué?
- A los hombres hay que mantenerlos lejos. Además, no quiero que me peguen como lo hacen los enamorados de mis amigas – Y calla.
Efectivamente, de sus sentimientos Leidy habla poco. En ese instante, sin embargo, se le escapa el tatuaje de un corazón flechado en el dorso de la mano derecha. Se da cuenta que miro el tatuaje y se lo cubre rápidamente con la manga de su polo.
Leidy se crió desde muy chica con su abuela materna, Vicenta. Con ella tuvo que migrar de La Paz a Cochabamba, porque el frío de la sede de gobierno le hacía mucho mal a los huesos de la abuela. Atrás quedó su madre, María, dedicada al comercio informal. Y su padre Alejandro, de oficio enmarañado, se perdió en los recuerdos de la ciudad de edificios elevados.
Leidy y su abuela arribaron a la casa de una madrina de apellido Catalán, situada en Villa México, en el extremo sur de la ciudad, una de las zonas más populosas y violentas de Cochabamba. La Policía llegó a marcar a Villa México como “zona roja”. La mala fama llegó a tal punto que los taxistas no se atrevían por nada del mundo a llevar pasajeros hasta ese sector pasadas las 19.00 horas. Esa terrible imagen impulsó a un puñado de vecinos, hace un lustro, a cambiar el nombre Villa México por el de un santo. Ahora lo llaman San Juan Bosco. Y ya no es tan peligroso.
Sin embargo, en el mundo de Leidy y muy a pesar del cambio, el espíritu de Villa México no se había alterado. Las broncas y peloteras que ella y Tania armaban cualquier día reflejaban la importante cifra de jóvenes que dejan los estudios para dedicarse a la vagancia y de allí solo dan un paso a la delincuencia. Pedirles cuenta a sus padres es imposible. Son jornaleros o comerciantes que salen de casa antes que aclare el día y regresan a la medianoche. Otros son desempleados que parten por la mañana y da igual si regresan en una hora o una semana después, cargados de bronca por la vida, dispuestos a descargar su ebriedad o su pendencia en la mujer o la pléyade de niños.
Wara, su destino forzado
La detención el 7 de julio no sólo develó que La Paiva ya había estado en la FELCC, sino que ahora era la cabecilla indiscutible de toda una red de proxenetismo y prostitución, caracterizada por reclutar chicuelas de no más de 18 años y muchachos de hasta 15.
La Paiva, con conocimiento de causa, aprovechaba de los párvulos fugados de casa, ya por sus malas calificaciones o porque sus padres abandonaron el hogar, o simplemente por sus ansias y locuras de adolescente. Era el caso de Wara, una de sus reclutas, la que después sería la causante de su caída en picada.
La historia de Wara, según narró Leidy a los agentes policiales, comenzó una noche de San Juan. Wara había rogado a sus padres para ir a una fiesta con sus compañeras de grado, pero éstos se lo negaron con un “no” rotundo, bajo el argumento de que una chica de 13 años no debía tener amigas.
Pero Wara tenía a Lizet y Nelly, dos re-amigas que a su edad ya sabían de fugarse no sólo del cole, sino también de casa.
Wara hizo lo mismo: se fugó a medianoche y la pasó bomba en la fiesta. Solo tomó conciencia de lo que había hecho cuando al día siguiente despertó dolorida de la cabeza en la casa de una tercera amiga. Asumió entonces, por lógica y por instinto, dos cosas: que su regreso a casa le significaría una severa paliza; y su no regreso, comenzar de cero en las calles. Optó por lo segundo, escoltada por sus dos amigas.
En su deambular por las calles somnolientas de la Llajta, las tres llegaron a la zona de la Terminal de Buses donde está situada la plaza San Antonio, la única en Bolivia que está cercada con enormes verjas de fierro forjado de dos metros de altura, semejante a una gran cárcel donde los presos están afuera, y adentro, nada. A ese lugar llegaron porque, además, es donde está situado uno de los mercados más populosos de la Llajta, La Cancha.
Caía la tarde, el estómago comenzó a crujirles de hambre; entonces se aprestaban a abandonar el bullicioso mercado, cuando apareció una chica de andar resuelto y modales provocadores. Se presentó como Brigitte, con un talante afable y una voz imposible de resistir.
- ¿Quieren trabajar? – les preguntó sin mayor preámbulo – Acompáñenme – les ordenó sin que ninguna haya respondido aún.
Llegaron a un edificio de seis plantas en cuya puerta principal se leía “Edificio Milenio”. La planta baja, atestada de peluquerías, tiendas de celulares, juegos de azar, comideras, negocios truchos y un sinfín de comercios de baratijas, daba la impresión de un inmueble cualquiera como todos los de esa zona.
Wara, Lizet y Nelly la siguieron por unas gradas mugrientas hasta el segundo piso. Traspasaron un pasillo a media luz, llegaron al fondo y se toparon con una puerta oscura. Al abrirla, escapó una estridente música, un pastoso olor a cigarro y un tufo espeso a emanaciones humanas. Era una discoteca. El recinto estaba atestado por chicos y chicas que bailaban y bebían con desvarío.
Brigitte se aproximó a una mujer vejancona que se hallaba en la barra, le habló al oído y asintió con la cabeza. Regresó y les pidió a las tres que la siguieran. Brigitte las llevó a comer. Para entonces ya era noche profunda en la ciudad, y los micros formaban tortuosas hileras recogiendo pasajeros a fuerza de bocinazos.
Media hora después regresaron a la disco. Allí estaba de nuevo la mujer oronda, vestida de negro, a quien Brigitte presentó como “la Sra. Nancy”. Más tarde sabrían que también la llamaban “Tía Nancy”. La mujer, con sus dedos regordetes y plagados de anillos de oro, hurgó su gran cartera, extrajo unas ropas diminutas de colores insólitos y les ordenó que se las pusieran. Las chicas obedecieron. Cuando ya estuvieron listas, eran mujercitas aspirantes a la mayoría de edad, altivas y bonitas, según se observaron en el espejo. Wara era la más mona, por su simpatía innata. “Vamos”, les ordenó la Tía Nancy.
Las cinco salieron del edificio, abordaron un taxi y se trasladaron a la plaza San Sebastián. La Tía Nancy dejó a Brigitte y a las tres nuevas trabajadoras en la acera y partió en el mismo vehículo. “No tengan miedo, esto es un trabajo como cualquier otro”, les aseguró Brigitte. Les dijo que el trabajo era bueno y que no se arrepentirían en lo absoluto.
La plaza se hallaba desierta, excepto por un grupo de inhaladores de clefa que disputaban una botella de trago. Los “polillas” o “cleferos”, como se los conoce en Cochabamba, tienen instalada sus casuchas de cartón y bolsas de yute bajo la copa de dos árboles del centro de la plaza. Desde ese lugar y alterados por el efecto del pegamento, salen a delinquir a cualquier hora, de día o de noche, como langostas hambrientas.
La gente mira a los cleferos ya sin extrañeza, las autoridades les socapan, la Policía los ignora. No hay nada de qué asombrarse. Son el símbolo decadente de nuestra sociedad insana que no admite sus perversiones, según protestaba un sociólogo en un medio televisivo. Y de acuerdo con reportes del Servicio Departamental de Gestión Social (SEDEGES), basados en una encuesta practicada en 2013, existen 520 inhaladores de clefa en la ciudad y una veintena de entidades, públicas y privadas, que trabajan con esta población. Pero si de resultados se trata, nada.
Del otro lado de la plaza, algunas mujeres llegaban a esa hora a la cárcel San Sebastián, situada en la acera norte. Son esposas, parejas o amantes de los reos, algunas cargadas de un niño. Ingresan a pasar la noche con sus hombres presos a cambio de una coima tanto para los delegados de la cárcel como para los uniformados de turno, es normal. Del otro extremo, hacia el oeste, está otra cárcel: San Sebastián, pero ésta es sólo para mujeres. En su frontis el ambiente es más calmo.
Brigitte y las chicas aparcaron en uno de los destartalados banquillos, sin decirse nada. A los cinco minutos, una vagoneta Terrano negra se estaciona al frente de ellas. Brigitte se aproxima y habla frases secas con el conductor, como recibiendo y dando órdenes. Extiende la mano y recibe unos billetes, llama a las tres y las expone en hilera delante del desconocido. “Escógete”, le ordena, enseñando con la mirada a las tres chicuelas. El cliente – según se sabría después – era un funcionario de la Gobernación. Eligió a Wara acaso por su carita redonda, sus labios pulposos y sus ojillos de liebre. Lo más probable, sin embargo, es que haya sido por su cuerpo de mujercita voluptuosa, enfundada en un vestido rojo cortito y tacos de charol. Para los asiduos clientes, ya sean funcionarios públicos, taxistas, universitarios e incluso autoridades, lo único que importa es tener sexo con niñas, lo demás es cuento. Es el “mercado de las hembras” de la plaza San Sebastián.
El funcionario pagó Bs. 100 (14,3 dólares), hizo subir a Wara y se la llevó a un alojamiento de la avenida Aroma, lugar donde abundan los hostales que, en circunstancias como ésta, se convierten en prostíbulos. El valor del ingreso: Bs. 30 (4,3 dólares), lo que implica tomar media o una hora, solo para tener sexo.
Bajo ese régimen de entrar y salir con hombres a los hostales estuvieron Wara, Lizet y Nelly durante siete días, hasta que sus padres, cansados de acudir a la Policía implorando ayuda para encontrarlas, iniciaron su propia investigación.
Cuando supieron que pululaban por esa zona, ellos mismos encabezaron un operativo de rescate, apoyados por funcionarios de la Defensoría de la Niñez y Adolescencia y la División Trata y Tráfico de Personas de la FELCC. Las hallaron sentadas en las graderías que conducen a la emblemática colina San Sebastián, el sitio más histórico de Cochabamba. Fue ahí donde las mujeres cochabambinas libraron la batalla más dura por la independencia, en 1810. Ahora, es el lugar de compra y venta de sexo. Al avistar a la Policía, Brigitte se escabulló; las otras tres no acababan de entender lo que ocurría, aun cuando les comunicaron que las estaban rescatando. Días después sabrían que Brigitte, la que les contrató, no era otra que La Paiva. Wara regresaría días después por su propia cuenta, actitud que le valdría granjearse el apego de La Paiva. Lo cierto es que – como reza el dicho que del amor al odio hay una línea muy delgada – ese afecto entre ambas también sería el origen de un encono tenaz cuya consecuencia letal llegaría al tope el 7 de julio cuando La Paiva le cortó la cara a Wara.
Carnada joven y lucrativa
Para entonces, La Paiva no sólo se había convertido en el cebo para reclutar menores de edad, sino que se la contaba como a la altura de la Tía Nancy, es decir, una de las jefas de la red de proxenetas y traficantes del sexo que habían encontrado en la adolescencia cochabambina un negocio redondo.
Las vacaciones escolares eran la época ideal para acentuar el reclutamiento. Es por este tiempo que chicas y chicos salen en busca de trabajo o simplemente a deambular. Incluso arriban de las provincias con ese propósito. Otros llegan escapando de casa por haber perdido el grado. En cualquiera de los casos, allí estaba La Paiva para diseñarles otro destino.
Por otro lado, la Tía Nancy – según confiesa La Paiva en la entrevista – había logrado reclutar esos días un grupo de 40 adolescentes, entre varones y mujeres. Las chicas debían acostarse mínimamente con cinco hombres durante su “jornada de trabajo” y por cada uno debían cobrar Bs. 100. Ellas percibían el 20% para su comida y “algún gustito”, y lo demás era para la Tía. Por su lado, los chicos debían reportar Bs. 200 cada uno, en efectivo o especie, ya sea celulares, zapatos, laptop o lo que fuere. Cuando eran especies, la misma Tía Nancy se encaminaba con un bolso tipo maleta al “Mercado Chino”, ubicado en el extremo sur del mercado La Pampa. Allí acuden rateros de toda calaña a ofrecer su botín directamente al consumidor, desde zapatillas de fútbol hasta componentes, tablets o relojes. Pero lo más ofertado y a la vez requerido son los celulares.
En Bolivia se promulgó el Decreto Supremo 0353 sobre “Registro de celulares” que prohíbe la habilitación de un teléfono móvil si el interesado no demuestra su derecho propietario. Nunca se cumplió y el robo de celulares sigue en auge. Ha habido gente que incluso ha perdido la vida a tiros o acuchillada por resistirse a que le roben su teléfono móvil.
Lo cierto es que para la Tía Nancy el negocio va viento en popa. Los 40 “reclutas” debían reportar mínimamente 6.000 bolivianos por semana, es decir, 3.400 dólares por mes, cifra de ensueño para un trabajador boliviano cualquiera que percibe Bs. 1.000 de salario mínimo. Esa recaudación no se compara incluso con el salario del propio presidente Evo Morales Ayma, que percibe 15.000 bolivianos mensuales.
De acuerdo con informes de la División Trata y Tráfico de Personas de la FELCC, de cada 10 menores de edad reportadas como desaparecidas, cuatro caen en manos de proxenetas, tratantes de personas o explotadores laborales.
Sólo dos de esos casos son resueltos mediante la intervención policial o alguna entidad defensora de los niños; los demás, son pactados con los victimarios o simplemente callados, por temor y vergüenza al dedo juzgador de sus vecinos.
En el ámbito nacional no se posee un banco de datos oficial, sólo se conoce que el mercado favorito de los traficantes de menores son El Alto, La Paz, Santa Cruz y el trópico de Cochabamba, más conocido como Chapare. En esta zona tropical han surgido como hongos, burdeles, karaokes y prostíbulos, la mayoría ilegales, debido al gran comercio de sexo joven.
Rueda de negocio
Todos los días, a las 19.30, llega la Tía Nancy. La avistamos desde una media cuadra. Va vestida de negro, gafas oscuras, el pelo agarrado en cola y una gran cartera en bandolera. Antes de ingresar al edificio Milenio, se detiene en la puerta, observa en todas las direcciones, como si alguien la persiguiera. Y espera. Cuando La Paiva o alguna de las carnadas llega con una nueva presa, todas ingresan al recinto. Después de media hora, salen las tres, abordan un taxi y parten. La chica nueva, por supuesto, es irreconocible.
En la gran cartera, la Tía Nancy también lleva ropa para varones, pues éstos no sólo son llevados a la plaza San Sebastián o a La Coronilla, lugares tradicionales, sino también a la Terminal de Buses, a la avenida Aroma o a la calle 25 de Mayo, ferias preferidas para la asidua clientela del sexo.
Los domingos, el mercado se extiende hacia la avenida Panamericana y Pucara, una de las zonas más deprimentes y peligrosas de Cochabamba. Allá aguardan desde media tarde locales como el Onix o Sky Blue, adonde llegan de todas las barriadas aledañas, jóvenes y viejos en busca de diversión, pero sobre todo, ávidos de sexo con menores de edad.
De algo hay que morir
Siguiendo la entrevista, Leidy habla mirando al vacío, como pensando tres veces lo que va a decir. En esa actitud deja ver que lleva tatuado tres puntillos negros, justo donde se forman las patas de gallo cuando asoma la vejez. Claro, la piel tersa y acanelada de Leidy está lejos de esa vergüenza humana.
- ¿Qué son esos puntitos tatuados cerca de tus pupilas? – le indago.
- Tienen un profundo significado para mí y para mi amiga Lizet. Ella también los tiene – responde. Y calla.
Es común ver ese tipo de tatuajes en adolescentes que pertenecen a alguna de las 200 pandillas que abundan en Cochabamba, Quillacollo, Sacaba, Punata, Sipe Sipe o Tiquipaya. Según el capitán Juan Carlos Corrales, jefe de la División Propiedades de la FELCC, esos puntitos significan cada prueba superada en sus ritos de iniciación en las pandillas; por ejemplo, haber derribado violentamente a su rival en una gresca, haber cometido un robo agravado o, en el caso de los varones, haber cometido una violación.
De todas formas, no es el único tatuaje que Leidy lleva grabado. Del lado izquierdo de su mejilla, como vaciándose del rincón del ojo, posee una especie de gota negra que a simple vista parece un lunar. Pero si uno se aproxima a medio metro de distancia, se lo descubre tal y como es: un tatuaje en forma de lágrima.
Todas esas pruebas superadas, al parecer, le valieron llegar a ser la mano derecha de la Tía Nancy y luego estar al nivel de ella, cargo envidiable para la mayoría del entorno, pues en la vida cotidiana se traducía en dinero, lujos, bebidas, comidas y todos los deslices que un ser humano común desea en algún momento de su vida.
Sin embargo, ese cargo algunas veces era sinónimo de pelearse con la Policía, lo que a su vez era soltar dinero para que no la detengan. También el dinero servía para liberar a alguno de los chavales a su mando que, por inexperiencia, se dejaban pillar robando.
Es más, en una oportunidad, la misma Leidy recibió una bofetada de la Tía Nancy, por haberse dejado atrapar por la Dirección de Prevención de Robo de Vehículos (DIPROVE) precisamente en un operativo.
- En ese momento estaba decidida a ‘cantar’ todo lo que sabía de la organización – confiesa La Paiva, pero un revólver calibre 32 apuntándole en la sien la hicieron desistir.
- Hablas algo…¡cagas! – le advirtió La Tía.
Ese insospechado episodio, lo que vendría después, la misma organización y la propia vida le enseñarían a Leidy a asumir con cautela las cosas.
- Ahora no le tengo ningún miedo a esa perra – jura.
Es que, según sus propias conclusiones, el hecho de haber caído detenida por la pelea con Wara, pasa. Pero lo que no perdona es haber sido abandonada en ese momento por la Tía Nancy quien, cuando supo de su aprehensión, le llamó sólo una vez y fue para gritarle “¡Te lo mereces!”. Y la abandonó a su suerte.
- Por eso, si salgo de acá, lo primero que voy a hacer es vengarme. Si me mata, me da igual. De algo hay que morir – sentencia.
La familia
Aparte de la abuela Vicenta, Leidy tiene una hermana mayor, Noemí, de 19 años. Está concubinada. Ella es una de las pocas personas con la que puede hablar de lo que sea; sin embargo, no puede recibir más que consejos porque ésta tiene dos hijos que mantener y lo que le falta es tiempo para dárselas de consejera. Leidy quiere mucho a sus sobrinos: cuando estaba libre les llevaba regalos, los alzaba en sus brazos, los mimaba.
- ¿Pensás tener en algún momento hijos o una familia? – le caigo. Se enrosca en el sofá, reflexiona, observa pero no mira nada, y responde.
- No… No sé todavía.
De lo que sí está segura es que si denuncia a la Tía Nancy y con ella a toda su red, debe llevar lejos a su familia. “Tengo miedo. Sé que se van a agarrar con ellos. Por mí no hay lío, yo me las aguanto”, sostiene.
Sabe que va a ser así porque en uno de los altercados que tuvo un día con la Tía Nacy, decidió dejarlo todo y perderse. Al día siguiente de su desaparición, un capitán de policía la interceptó en uno de los mercados y le advirtió que si revelaba los nexos de la red con los uniformados, la metería presa “para siempre”. Y sus familiares también pagarían con creces esa osadía. “Así que cuídate, mamacita”, la amenazó.
De este modo se explica que en la prisión donde está más de cuatro meses desde que cortó a Wara, no haya “cantado” absolutamente nada de la Tía ni de nadie.
“Tengo miedo por mi abuelita y mi hermana. La Tía, si se entera que hablé, al ratito las buscaría y no sé qué les haría. Es capaz de todo”, vaticina. “Por eso, es mejor esperar a que yo salga de esta huevada. Si estando acá la delato, con más ganas me va a hacer encerrar y va a vengarse con mi hermana y mi abuelita. Quién sabe, hasta con mis sobrinitos se metería”, deduce.
¿Cambiar?
En medio de la entrevista, una policía ingresa a la oficina en busca de unos archivos. Leidy la saluda por su grado y su apellido “mi cabo Montaño” y le pregunta si la gobernadora volvería pronto, porque quiere hablar con ella. La policía le responde:
- Sí, la gobernadora también quiere hablar contigo sobre tu mal comportamiento.
- Pero si ya me estoy portando bien – responde toda cándida. Y sonríe.
Sucede que Leidy estuvo en aislamiento dos semanas, por revoltosa. Según ella, fue por defender en una riña a dos compañeras de celda y propinar varios golpes a ciegas a dos policías que intentaban calmarlas. “Yo no admito que peguen a mis amigas”, argumenta. Precisamente, hacía una hora que había salido del encierro dentro de su encierro. Esa había sido su rutina desde que entró presa. Peleas por uno y otro lado, ya con las jefas de la cárcel, ya con las mismas policías. Pero aquello, aparte de dejarle moretones por doquier y pasar días en aislamiento, la fue elevando de rango hasta convertirse en una de las soberanas del penal.
- ¿Cuánto tiempo ya estás aquí?, interrumpo su estado de sonrisa.
- Cuatro meses y dos semanas.
- ¿Cómo fue eso de la cortada a Wara?
- Yo no la corté. Más bien yo quise ayudarla. La Policía no me creyó, no me dejaron hablar. Incluso me pegaron y le creyeron a las otras. Me arrepiento de haberla conocido y haberla hecho mi amiga.
- ¿Qué es lo que más extrañás de afuera?
- Mi libertad. El poder hacer lo que una quiere.
- ¿Has pensado en hacer algo distinto de lo que hacías?
- Quiero ser abogada.
De hecho, Leidy no solo sería una buena abogada por su frescura y descaro innatos, sino también una excelente empresaria, por su deslumbrante creatividad. “Ya sé tejer, ya sé bordar. Con eso me mantengo aquí adentro”, asegura mientras enseña un ramo de cantutas tejidas con hilo clea, cuyo precio es 80 bolivianos. Se ven bonitas.
- ¿Qué pensás de tu encierro? – prosigo.
- Está bien que me hayan encerrado, digo a veces, para darme cuenta de lo malo que hice.
- ¿Qué pensás hacer cuando salgás?
- Estudiar, pero sobre todo, delatar a la Tía Nancy.
Quizás la bronca de Leidy contra esta mujer en ese momento no sólo sea porque permitió que la arrestaran y la metieran presa, sino por haber visto la gran vida que la Tía Nacy había estructurado a costa de las chiquillas que prostituye. La mujer posee dos casas: una en la avenida Panamericana y otra en Cerro San Miguel, ambas en el sur. Además, según devela Leidy, no sólo vende los objetos robados en el Mercado Chino, sino que abrió su propia tienda de celulares y una central de llamadas telefónicas, justo frente de la Terminal de Buses. Es esposa de un expolicía que fue expulsado de la institución por corrupto, de modo que ambos saben cómo torcer la justicia para que esté de su lado.
- ¿Cuánto tiempo más creés que estarás acá? – Su mirada se pierde otra vez en el nimbo y suspira.
- Tal vez un mes. Mis abogados me han dicho que el fax ya está. Estoy contenta.
- ¿Qué es lo mejor que te ha pasado en tu vida? – Calla, mira el suelo, se toca uno de los anillos. No responde – ¿Qué les podrías decir a las chicas de tu edad? – Su mirada vuelve a perderse en el infinito. El brillo de sus ojos negros se eclipsa y una lágrima desciende por su mejilla. Calla. Mira a otro lado, como desandando los momentos en los que a su corta edad fue feliz.
- Nunca, nunca se fuguen de casa.
Le cae la justicia
El día que le hizo el corte a Wara, La Paiva cumplió las ocho horas de arresto que estipula el Código Penal boliviano. Luego fue liberada junto con sus colaboradoras. Sin embargo, los familiares de Wara y otras dos víctimas casuales, muy indignados, interpusieron otra demanda, esta vez por los delitos de “proxenetismo y corrupción de menores”, por lo que el Juzgado Séptimo Cautelar de Cochabamba emitió una orden de apremio.
Fue el 21 julio cuando esa orden se consumó. La Paiva se encontraba en su lugar de trabajo, la plaza San Sebastián. Dos policías mujeres la abordaron: “¿Quién de ustedes es Leidy D. P.?”, lo cual era puro formalismo, puesto que ya la conocían de memoria. “Debes ir a declarar a la Fiscalía”. Ella fue, pero de ahí no salió más, porque fue aprehendida en el acto.
A esas alturas, se sabía de memoria sus derechos, de modo que no dijo absolutamente nada a los policías, ni a la fiscal de su causa, Anabela Tórrez, menos a la prensa. “Quiero a mi abogado”, fue lo único que se le escuchó decir mientras ingresaba a la sala de declaraciones.
Al día siguiente, en el mismo juzgado, se desarrolló la audiencia de medidas cautelares. La jueza Sonia Coca Vargas ordenó que no ingrese ningún medio a la audiencia, porque involucraba a menores de edad. Sólo después de una hora y media, se leyó la resolución: Leydi D. P. debe ser recluida preventivamente en el penal San Sebastián.
Según el Código Penal boliviano, el tiempo de “reclusión preventiva” es seis meses, tiempo que debe durar la investigación. Sin embargo, la defensa tiene la posibilidad de apelar esa medida demostrando que el o la acusada poseen una familia, un trabajo estable y una vivienda propia – pero si se trata de un menor de edad, la de sus padres -, todo con el fin de garantizar que no se entorpecerá las investigaciones cambiando de residencia o saliendo del país. Leidy no tenía ni lo uno ni lo otro, por tanto, su reclusión era legal.
Ese fallo también fue para Nelly S. A. En cambio, a Lizeth T. A. se le concedió medidas sustitutivas, es decir, podía demostrar su inocencia en total libertad. Lizeth era hija de un cabo de policía que trabajaba en el Organismo Operativo de Tránsito; de ahí se desprende la sospecha de las víctimas de que la justicia le fue benevolente.
Sorprendidas por la decisión judicial, la defensa de Leidy planteó para sacarla una apelación aduciendo minoría de edad, puesto que las leyes bolivianas hacen inimputables a menores de 17 años.
La audiencia fue fijada para el 29 de julio. Cuando la defensa presentó el certificado de nacimiento aduciendo 16 años, la Fiscalía destruyó ese argumento al exhibir el original de dos años antes, cuando Leidy llegó a la Policía por primera vez, en calidad de víctima. Es más, la Fiscalía constató que desde ese entonces, había fraguado tres certificados de nacimiento.
La defensa había intentado de una y otra manera sacarla de la cárcel, al punto de hacer que la causa radique en otro gabinete, la Sala Penal Tercera, conformada por los vocales Juan Marcos Terrazas y Wilfredo Patiño Soria, quienes debían responder hasta antes de fin de año el mandamiento de libertad exigido por los abogados, pero nada se logró. Entretanto, Leidy, Brigite, Pamela o La Paiva purga su error de haberle cortado la cara a Wara recluida en la celda 120 de la cárcel San Sebastián. Los demás de su red están libres.