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La habitación

El silencio de sus labios alimenta mi curiosidad. Mis ojos están clavados en su rostro esperando alguna respuesta. –Nati, explícame lo que acaba de pasar– le decía mientras entrábamos a la casa. Hoy, dos años después, puedo conocer toda la verdad.

Es viernes, agosto 24 del 2012. Estamos esperando al novio de Carolina ya más de media hora. Ella dirige su mirada hacia la calle, parece preocupada, está callada, siento que me oculta algo. Natalia viene hacia nosotras con unas sodas en las manos que recién ha comprado de la vuelta de la esquina.

Natalia no sube al auto, se apoya en la puerta del lado del que Carolina está sentada. Le ofrece una soda, pero Carolina rechaza la oferta. Sí, ahora veo a mis hermanas aburridas. Empiezo a sospechar que ambas me esconden alguna cosa.

Natalia abre la puerta para entrar a la movilidad y se sienta a mi lado. Somos tres mujeres dentro de un auto, tres bocas que hablan por los codos, pero hoy no, solo reina el silencio. Observo que sus rostros están duros como una piedra. –¿Qué es lo que pasa?– pregunto al aire. No se escucha ninguna contestación.  Es la una de la tarde. Mi inquietud crece y lo colérica que soy brota por mis poros. Repito la pregunta y recibo la misma respuesta.

Carolina se voltea para decirme con su mirada un «¡Qué te importa!» Me quedo  asombrada, pero ella retorna a su posición estática de antes. Natalia acerca sus labios hacia mi oído para comentar: «Es difícil para Carolina comer sin culpabilidad». Un susurro para tremenda confesión. Se aleja de mí, dirigiendo sus ojos hacia otro lado. Intento articular alguna oración, sin embargo, el choque repentino de la puerta me hace volver a la realidad. El novio de Carolina ya ha subido al auto. Él rompe el mutismo hablando de un tema que aligera el ambiente. Yo tenía esa sensación de «¿Oye, Nati, podés repetírmelo, por favor?».

Mi habitación no es muy grande. Cuando cruzás la puerta que está al lado derecho de mi cama, lo primero que ves es una ventana decorada con unas cortinas blancas y blondas verdes. La habitación tiene una vista hacia un patio de cemento donde se pueden ver unas macetas con rosas. Hay un sillón marrón apoyado en la pared de esa ventana, justo donde está Natalia. También hay un tocador con un espejo a un metro y medio de distancia del sillón. Me siento en el piso, apoyo mi espalda en el borde de la cama, estiro las piernas cruzando los pies y espero que hable.

Ella me sonríe elevando sus mejillas abultadas. Nati entrelaza sus dedos pequeños y gruesos preparándose para contar algo largo. Ella ha cambiado mucho respecto a lo poco que recuerdo, su pelo está corto y negro. Su tez blanca está distribuida en una figura corpulenta. Ella mueve sus pies cruzando  las piernas tratando de ocultar su abdomen voluminoso.

Ella sabe que yo no sé la historia completa, en realidad no sé la historia.

Natalia está inscrita hace un par de meses en un gimnasio donde practican karate. En este momento, ella está encerrada en el baño hace varios minutos. Es joven, tiene quince años. No sale de su encierro voluntario sino hasta después de diez minutos, sus compañeros la ven raro, sospechan algo. Es exactamente lo que ella desea: intriga, pero sobre todo atención.

El karategi que tiene puesto es enteramente blanco. El pantalón es largo hasta sus tobillos. La chaqueta está ajustada por un cinturón grueso de color amarillo indicando que es principiante todavía. Para subir de nivel, ella debe conquistar el cinturón naranja, el verde, el violeta, el marrón y, por último, el negro.

– ¿Qué más pasó? – le pregunto a Natalia, con la intención de obtener más detalles. Al mirarla puedo denotar la inseguridad que emiten sus ojos, el ceño fruncido y una cabeza que, al parecer, tiene recuerdos fragmentados.

La directora llama a todos los estudiantes que van a participar en el concurso Gran Paitití, es 1997. Mario está sentado en el patio del colegio, conversando con un compañero de curso. La voz de una chica le llama la atención. Al acercarse, resalta su delgada figura. Ella tiene puesta una polo blanca y falda en tablas que baja desde la cintura hasta las rodillas. Natalia es formal, sencilla y simpática.

–¿Vos sos el nerd de tu clase? – le interroga Natalia en un tono burlón. Mario es un chico tímido que prefiere no responder, no la conoce. Él es un año mayor que ella y deduce por su amplia sonrisa que es una persona alegre.

Para Natalia existen los moretones a simple vista o los externos, y otros que impactan en el interior o en el alma misma. El grito de un padre es un golpe. El insulto de una compañera porque no eres bonita, es otro golpe. La crítica de un compañero porque no eres delgada, es otro golpe. La belleza que te vende la televisión, es otro golpe. Las miradas despectivas son otro golpe. Sí, son muchos golpes más, todos contra tu imagen. Ese es el precipicio, dice la psicóloga Margoth Navia.

En karate solo se necesita una estocada de gran impacto para perder o ganar el combate. Natalia recibe un maegeri, una patada frontal que la deja deseando una bocanada más de aire. Es diciembre 27 de 1998. Ella entra a la habitación fría y tétrica del hospital. Cada paso que da es lento, vacilante, triste. Se ve una camilla en el centro del cuarto y en la que su padre está recostado. Todo sucedió tan rápido, de un mes a otro, de noviembre a diciembre.

La melodía que acompaña este cuarto es un sonido forzado de alguien que intenta respirar. Natalia se sienta al lado de la cama. Ella acuesta su rostro sobre el pecho de su padre, deseando encontrar algún refugio para amortiguar la pena. Ella siente seguridad cada vez que ese pecho se levanta, significa que aún está con vida. Lágrimas caen de sus ojos rasgados y mojan la sábana. No sabe cuándo ni por qué ese pecho deja de moverse, deja de latir, de respirar, de vivir. La  quietud provoca un llanto torrencial. Está muerto. El dolor entrecorta sus palabras. Un «¡despierta!» que abofetea su ser interior es una súplica que no será oída, porque los muertos no escuchan.

Ya ha pasado un año, todo ha cambiado desde aquel día. Es 1999. El karate se posterga, la presión en la mente de Natalia se incrementa. Ella se coloca un buzo plateado, piensa que esto la hará bajar de peso o, por lo menos, mantenerse. Ella se encierra en su habitación. Enciende la radio, pone un casete y baila por dos horas seguidas. Tiene el cuerpo sudoroso, toma agua y se ve frente al espejo. Todo es un fracaso. El único pensamiento que corre por su cabeza es un «me siento gorda». No importa lo que haga, sigue la misma situación.

El hacer ejercicio no es suficiente para combatir la supuesta obesidad que alberga ese cuerpo delgado. Es necesario dejar de cenar para sentirse un poco mejor. Es el espejo y ella, ella y el espejo; nadie más por ahora.

Natalia recuerda lo que había escuchado hace un par de semanas. –Mi cintura mide 36– expresa una compañera en clase, con ese tono fanfarrón. Ella se sorprende porque tal cosa no existe. ¿Centímetros? Al llegar a casa se mira al espejo y dice que ella también medirá esos 36 centímetros, cueste lo que cueste. A pesar de lo imposible que ello pueda ser, es su nueva meta.

Natalia, durante sus vacaciones invernales, se empeña en cumplir la meta de los 36 centímetros. Se mira al espejo acomodando su faja térmica de color azul que tiene puesta hace dos semanas seguidas. De vez en cuando se la quita, pero solo para ajustársela. Siente escozor en la cintura, su piel está rojiza, tiene ampollas, le duele, pero no le importa, tampoco nadie le dice nada.

–¿Dos semanas con una faja?– pregunté, horrorizada.

–Toda la vacación de invierno– me confirma.

–¿Qué, sin bañarte?– le solté con un poco de asco.

–Sí, no me importaba, no veía a nadie, así que no pasaba nada–. Nati trata de relajarse, dejando caer sus brazos sobre sus muslos.

Natalia evade la muerte de su padre. Solo fue un asunto más, dice, aunque su corazón la desmiente. Cree que si es más delgada se sentirá mejor, por eso solo mira la faja térmica amoldada a la cintura y el espejo en medio de su habitación. Uno, dos, cinco, siete minutos frente al espejo. Ella observa su silueta de colegiala, sin embargo, todavía no ha alcanzado su meta.

Mario intenta buscarla en los recreos, pero no la encuentra. Ya no se sientan en el mismo lugar del año pasado, en el patio del colegio. Ella lo esquiva y, si de casualidad lo encuentra, sonríe falsamente. Mario tiene un peso exagerado para su edad y estatura y, por eso, Nati no desea verlo, le trae a la memoria la imagen del espejo. Mario sabe que no la verá más, saldrá de promoción ese mismo año. Él ve cómo la simpatía de Natalia se está evaporando, ya no es la misma.

En el espejo de Natalia se esconde un monstruo acosador que puede volver loco a cualquiera. Quizá ella no es la única que posee un personaje así en su espejo creado por el mundo imaginario de los estándares de belleza. La televisión, el internet y los comentarios hacen un toque de queda a la racionalidad.

Es el año 2000. Natalia quiere sentirse aceptada, por eso retorna al gimnasio. Han pasado seis meses de entrenamiento, acto que le confiere el cinturón negro. Recibe un diploma y también consigue un novio. En ese instante, su mirada se intercepta con la mía, ella mueve la cabeza al hablar de él.

¿Qué pasa con ella? ¿En qué se ha convertido? Estas interrogantes no son para Natalia, ni Carolina, ni para mí, son para Santa Cruz.

–Desde el siglo XVIII, Santa Cruz ha alabado la belleza. Aunque valorándola de forma diferente según el tiempo, fue un canon que siempre ha estado presente entre los cruceños– explica la socióloga Daniela Gaya– Es un bombardeo– añade.

–El entorno puede provocar situaciones que incentiven o rechacen estos ideales– dice Margoth Navia, la psicóloga.

–Es una lucha contra la que uno debe armarse.

–Por tanto, es la autoimagen la que maneja el éxito o el fracaso personal.

–La seguridad es como una armadura. Si no la tenés, la idea de ser delgado, musculoso y joven, te afectará– termina diciendo la socióloga.

Paradoja

En 100 mujeres son: 62, 45 y 42. Sí, a 62 les aterroriza la idea de engordar. 45 piensan ponerse a dieta y 42 están preocupadas por ser más delgadas.

–Nati, explicame lo de la cintura de 36 centímetros– tuve que interrogarla otra vez, pues seguía espantada. Ella soltó una sonrisa mostrando sus dientes amarillentos.

–Ahora, después de muchos años, entiendo que se refería al pantalón talla 36 no a 36 centímetros de cintura. Ella mueve su cabeza como diciéndome: «Si hubiera analizado mejor…»

Tiene dieciocho años, es febrero, es 2000. Natalia es joven, no pesa más de 51 kilos, pero siente que la gente la observa, siente paranoia. Es su primer día de clases en la universidad. Siente nerviosismo, tanto que sus latidos se asemejan a un atleta de maratón. Ese día está con el novio, ya llevan un año juntos.

Es 2002. Natalia parece dulce, tímida, frágil. –¿Por qué tenés que hacerle caso a él?– Alison forma una mueca de disgusto al preguntar. La boca de Natalia se convierte en una tumba impenetrable. Alison sabe que su compañera ha dejado el karate, ha cambiado su forma de vestir, ha dejado de sonreír, se ha abandonado a sí misma.

Es la misma habitación, el mismo sillón y la misma posición frente a esa ventana. La única diferencia es que Natalia no está, es Carolina quien se encuentra sentada en el sillón, esperando mis preguntas.

–¿Caro, sabías del problema de Natalia?

–Sí, lo supe pero como unos seis años después.

–¿Nunca te diste cuenta antes?

–No, ella parecía normal. Lo único raro tal vez fue su obsesión por el ejercicio.

Carolina está parada en la primera planta del colegio. Ella, desde ahí, puede ver el patio lleno de estudiantes de su edad. Tiene trece años, a ella no le importa su aspecto físico hasta aquel momento.

Ella flexiona sus brazos, apoyándolos en la baranda metálica que está a casi dos metros de la puerta de curso. Todos están en recreo, menos ella. Recuerda cómo en días anteriores sus compañeras la molestaron por tener diez kilos de más en el cuerpo. Ella se veía gruesa, con menos cintura, menos alta, menos bonita.

Un compañero de Carolina apoya su espalda en la baranda, justo donde está ella. Carolina levanta sus ojos para observarlo. Ella no le comenta nada, solo le suelta una sonrisa fingida.

–Carolina, ¿por qué no vas al gimnasio?– pregunta con una curiosidad mal intencionada. Ella parpadea creyendo haber no escuchado bien.

–Sabés, vos sos bonita, pero si adelgazaras te verías mejor– le comenta con ironía.

–Deberías ir al gimnasio– le aconseja finalmente. Él deja de apoyarse en la baranda para entrar al curso. Carolina se queda petrificada. Estúpido consejo que no ayuda en nada, murmura ella.

Es una situación que golpea su imagen. El timbre de entrada suena, ese chillido sacude su realidad, ya es hora de entrar al curso. Para sobrevivir en ese colegio, hay que fingir como si nada hubiera pasado.

–A mí nunca me importó el aspecto físico. Tenía las mejillas grandes, una barriguita…– expresa con un poco de tristeza, como si el dolor no se hubiera ido todavía. –Era extrovertida– continúa, como si ya hubiera dejado de serlo.

Natalia posee el don culinario, tal talento se expresa en un plato sustancioso que sirve cada semana, cada plato es especialmente para el novio. Y también es sagrado que ella se sienta culpable luego de comer con él.

Sigue siendo 2002. La talla 40 ha desencantado al cuerpo de Natalia, puesto que éste le exige un pantalón talla 42. Natalia se ve en el espejo de su habitación, no está gorda, sin embargo se siente gorda. Para ella es una mezcla de mentira y realidad que desencadena una obsesión.

No hay nadie en casa, mamá trabaja y las hermanas estudian. El deseo de bajar de peso martillea la cabeza de Natalia. Sus dedos teclean en la computadora buscando en internet alguna forma de bajar de peso. La información es como un abanico de ofertas. Ella no pregunta a nadie, no sabe a quién preguntarle, pretende que el internet le ayude. Nati ha encontrado la alternativa que quería y la guarda en la memoria. Ella cree que ya no basta con cerrar la boca a la hora de la cena.

En 100 mujeres son: 30 y 17. 30 piensan que vomitar es una forma de bajar de peso. 17 piensan que su estómago es muy grande.

Sigue siendo 2002. Natalia ordena los platos de la mesa, pues todos han terminado de comer, sí, hasta ella. Los recoge para llevarlos a la lavandería, que está al otro extremo de la cocina. Debe cruzar la puerta, un pequeño patio y ahí están la ducha, el baño y la lavandería. La tarea es lavar los platos, sin embargo, la intención es otra: la de vomitar sin que nadie se dé cuenta.

Al entrar por la puerta del baño, se ve un pequeño espejo, por debajo hay un lavamanos. En la otra pared están el inodoro y el basurero. Ella cierra la puerta con seguro. Es la primera vez que lo hace: levantar la tapa del inodoro, doblar las rodillas sobre el piso e introducir el dedo índice a la boca. Existe el miedo, pero es la decisión que doblega la voluntad. El dedo juega dentro de la boca hasta que la comida poco digerida sale; es un vómito ácido, amargo, que da asco.

Debe pararse y jalar el gancho del inodoro para que el agua borre los restos de su delito. Trata de lavarse la boca con agua del lavamanos, pero el sabor aún continúa.

El tiempo persiste en el triste año 2002. Son semanas, son meses con la misma secuencia. Almuerzo, lavandería, baño, vómito e irse sin dejar huellas.

–¿Natalia, cómo fuiste a buscar al internet?

–Necesitaba información, no había quién me la dé. Antes no me daba cuenta que era malo, pensé que estaba bien.

–¿Pero qué encontraste?

–Encontré cómo vomitar, cuándo hacerlo, qué laxantes… Una infinidad de  cosas.

Otra pregunta gira en mi cabeza. ¿Qué tipo de información ofrece este medio? La presión del entorno empuja a la inconformidad hasta el límite.

–En el internet se ofrece todo tipo de información. Pocas páginas muestran en realidad cómo se debe comer bien– expresa la nutricionista dietista Miriam Milluni.

–Hay pocos programas ejecutándose en este ámbito, se posterga el tema porque hay otros problemas más urgentes– comenta Daniela Gaya.

–Los casos aumentan. No hay una tabla que lo muestre, pero hay chicas en los colegios que están empezando a tomar este tipo de actitudes frente a la comida.

–Se necesita invertir recursos en actividades de educación.

–Es cierto, pero el factor tiempo es el que va a pesar aquí– concluye Daniela Gaya.

Termina 2002. La clase de Nati ha finalizado a las siete de la noche. Ella tiene planeado comprar laxantes, está desesperada. Ya ha vomitado dos veces, una después del almuerzo y otra luego de la cena. Aun así, se ha tomado ocho purgantes que para ella son insuficientes. El tiempo no le alcanza para hacer ejercicios, la universidad la presiona y necesita algo más fuerte, quizá multiplicar la dosis de laxantes.

Es 2003. Natalia está comiendo con su novio dentro de un restaurante de comida rápida. Son las nueve de la noche, parece estar con hambre. Se termina la presa, acaba con el arroz, ya no existen las papas. Toma un trago de soda, sonríe y se levanta para ir al baño. No disimula, no espera, se inquieta, pues necesita desecharlo todo de una vez. Realiza su hazaña, se enjuaga la boca, no funciona, huele, sabe a trozos de comida con jugo gástrico, se enjuaga otra vez, nada sirve.

Sale del baño, pensando que nadie se ha dado cuenta. Regresa a la mesa para seguir conversando, pero está nerviosa. Él la toma de la mano y desea darle un beso, pero se encuentra con el aroma fétido de una comida no digerida.

Él está frente a ella, está alterado. Al parecer, los labios de él hablan sin conectarse a su razón.

–Si vas a vomitar, es mejor que no comás– el tono de voz es más agrio que el mismo vómito. Natalia solo traga la saliva amarga para recobrar el sentido. Es inclemencia, ira, indignación o idiotez.

Él ha salido con su novia, por tanto debe llevarla a casa como corresponde. No hay conversación, ni siquiera discusión, peor algún consejo absurdo. Natalia está en la entrada de su casa, mas ella solo vislumbra una espalda que se va sin despedirse.

El calendario debe avanzar, el sol debe salir y la luna esconderse. Ya son casi 18 meses repitiendo el mismo ciclo. Natalia detesta todo lo que la hace sentir gorda. Ve a su hermana, sí, a Carolina y ve un reflejo “gordo”. Ella es dura, fría, inclemente, tal como fue él.

Es 2003. No hay amistades, apenas el novio, la comida y ella. El vómito se extravió en la aguas del inodoro ese mismo año y no volvió a repetirse.

Es 2004. Se siente hastiada, ella desea masticar cualquier cosa y, tal vez, atragantarse con algo para calmar su interior. La situación se invierte, ya no busca aliados, no quiere vómitos ni laxantes ni ejercicios, no quiere nada.

–Estaba cansada de que me digan fea– decía Carolina.

Noviembre, diciembre, enero. Carolina aprendió a cerrar la boca, a matar el hambre con agua y a matonear el cuerpo con ejercicio. Está a punto de ingresar a tercero de secundaria.

Es 2005. Carolina ha bajado diez kilos, se siente mejor; sin embargo, Natalia ha ganado diez kilos, se siente peor. El tiempo ha corrido para atrás, unos se levantan, otros caen, una está bien, la otra está peor, una recibe alabanzas, la otra crítica, una sonríe y  la otra calla.

Es 2006. Las palabras rotan, lo dicho una vez se vuelve contra Natalia. Los insultos y menosprecios se desvían de blanco. Nati no quiere encontrarse con sus compañeros, con nadie que la haya conocido cuando estaba delgada, teme escuchar un saludo que le diga»¡qué gorda que estás!». Al contrario, Carolina espera oír un «¡qué linda que estás, bajaste que de peso, te queda muy bien!».

Ambas no se comentan estas cosas. Solo son miradas cruzadas, sentimientos ocultos y sonrisas fingidas ante la ironía de la vida.

Comida y más comida

–Me normalicé por un tiempo, pero recaí de nuevo y fue peor– cuenta Carolina.

El 30% de la población de Santa Cruz tiene obesidad. Pero la paradoja de la situación es que la comida chatarra ha aumentado hasta en un 40%, según la Secretaria de Recaudaciones y Gestión Catastral (SER) de la Alcaldía.

Es 2007. El cuerpo de Natalia hospeda veinte kilos más. Ella pretende pasar desapercibida, pero su cuerpo no se lo permite. Las miradas acusadoras, los gestos de desaprobación y las palabras hirientes la conducen, en sí, la obligan a tirarse en brazos de su única amiga: la comida.

Natalia está en la computadora. Revisa su correo y observa que ha recibido un mail. Es Mario, que está en España, pero viene de visita a Bolivia por unos días. En el chat se observa simplemente un “cómo estás» y un «qué haces», nada más. Nati tiene miedo, no desea verlo, le da vergüenza.

Ella vuelve a detestar a Mario: si antes fue por su gran volumen, hoy es por su delgadez. Para Natalia la vida le suena hipócrita. Verlo nuevamente, para ella es un choque, es un golpe. La sensación de un «me siento gorda» evoluciona a un “estás completamente gorda”.

No hay recuerdos de una conversación concreta en la cabeza de Natalia. Es un encuentro tosco y casi mudo. Mario aún tiene las esperanzas de que a Natalia le sobre un vapor de alegría de los años anteriores, sin embargo, resulta que ni aun un vaporcillo existe, solamente posee una mirada sombría.

–Natalia no salía, en realidad no quería salir– explica Carolina.

Es 2008. Natalia apenas sale a caminar por las calles, porque siente miradas perseguidoras. Ella ya no puede soportarlo. Nati se siente aprisionada por su propio cuerpo que no la deja ser libre.

Natalia consume píldoras, le funcionan por ratos y baja de peso. Pero tiempo después sube de nuevo, deja el producto y vuelve a comer. Toma infusiones de hierbas, compra las fajas milagrosas, utiliza lo que ve en la estantería de la farmacia. Pero todo peso rebajado, retorna de nuevo. La frustración crece, come y la culpabilidad la apunta.

Asiste a un psicólogo, pero no funciona. Asiste a un centro de adelgazamiento, pero no funciona. Asiste un hospital, pero no funciona. El ciclo se repite.

–Estaba en tercer año de universidad y subí diez kilos. Fue algo muy rápido. Me cambié de sistema a semipresencial, ahora solo iba los sábados y paraba más tiempo en casa– me cuenta Carolina.

Los diez kilos que había perdido Carolina en el colegio, los había vuelto a ganar en la universidad. Y los mismos comentarios volvieron a acusarla otra vez. Un «¡qué gorda estás, qué te pasó, por qué te engordaste!» acorralan a Carolina. Es el mismo sentimiento de antes y también es la misma solución a ejecutar.

–Estamos en una sociedad consumista– dice Daniela Gaya.

–Todo tiene que ver con la oferta y la demanda. Hay mucha demanda por comida chatarra y la oferta debe responder– comenta el economista Henry Fukuchi.

–Y es ahora la comida la que encuentra a las personas– aclara la socióloga.

–Estamos en una sociedad que se rige por lo estético– interviene Margoth Navia.

–Y, además, existe una demanda por bajar de peso y, por lo tanto, se ofrecen esos productos que están dirigidos a la gente obesa– añade Henry Fukuchi.

–Es un ciclo: doy comida, engordo y exijo que adelgacen– concluye Daniela Gaya.

Miro mi reloj, ya han pasado casi 40 minutos conversando con ella.

–La sociedad forma gordos– expresa Natalia, interrumpiendo mi hilo de pensamiento.

–¿Por qué decís eso?

–Porque la gente que vendía comida, me veía bonito– ríe –y yo les compraba. Y después caminaba por la calle y aparecían las otras personas con sus folletos de «baje peso rápido, compre esto y lo otro». No se puede escapar de la calle– dice con un gesto burlesco.

La capacidad de ocultar bien los secretos es una característica de las personas que dejan de comer por voluntad propia. A Carolina le urge buscar una manera de cómo bajar de peso. Ella comete el mismo error de Natalia, no preguntar y  recurrir al internet. Carolina halla información simple pero peligrosa. La solución para ella es tomar agua, realizar la dieta de la manzana o estar a punta ‘n’ de verduras.

Carolina se encuentra sola en la casa. Natalia y su mamá trabajan, su hermana menor está en el colegio. Es ella, su habitación y el espejo. Hoy decide pasar el día comiendo manzanas, lo repite el segundo y, el tercer día, está hastiada.

Vuelve a recurrir al internet, a su madre de conocimiento. Encuentra unas páginas de chicas que tienen otros métodos para adelgazar, aparentemente más eficaces que la dietas. Carolina debe preparar el almuerzo todos los días para su mamá y hermana, esa actividad le es muy difícil de hacer pues debe cocinar sin probar bocado alguno. Es la regla: mantener la boca cerrada a pesar de todo.

Primer día cumplido, el segundo día vencido y el tercer día ya es un martirio. El agua no basta para llenar el estómago vacío, ni el café para mantenerla despierta. Carolina no realiza un ayuno espiritual. Es el flagelo a su cuerpo para ser más delgada.

Carolina al tercer día siente que no puede levantarse de la cama. Está cansada y el mareo la reprende: debe comer de una vez. Entre todo lo que hay en la cocina, escoge una fruta, sin embargo, no puede acallar esa sensación de hambre.

–No comía por tres días, pero después me venía una desesperación por comer. Intenté vomitar, pero no pude, la garganta raspaba demasiado.

–¿Cuánto tiempo permaneciste así?– ella guarda su respuesta por un momento. Suspira dándome una sonrisa débil.

–Hasta ese día en que Natalia te dijo eso en la movilidad de Lucas.

La observo detenidamente, pienso que siempre tuvo el rostro dulce, más que el mío. Es ovalado, con ojos grandes, cejas definidas y bien depiladas, nariz mediana, labios delgados y dientes casi perfectos.

La blusa violeta tiene un escote redondeado, el pantalón es verdeazulado y sus sandalias la hacen ver una colegiala. Jamás me lo hubiera imaginado. Aún recuerdo aquel susurro que Natalia me dijo sobre Carolina, ahora podía comprender aquella oración.

Es 2009. Natalia está sola, su novio de la universidad ya no existe para ella, está en el recuerdo de 2008. Pienso, mientras la miro, que quizá aquellos ocho años con él sean otra historia para contar. Para este año, ya no son 20 sino 30 kilos de más. El peso para ella es un subi-baja inconstante, ella odia la balanza. El ciclo de la comida, productos, comida, vuelve a repetirse por otro año más. Pero no tiene otra opción sino solo resignarse, ya nada le funciona.

Al descubierto

La belleza ha cambiado mediante los años. Marliyn Monroe no sería muy bien vista ahora para una pasarela. Antes la belleza estaba ligada a la salud, explica el médico Nelson Loayza.

Estoy encerrada con Carolina, así como estuve ayer con Natalia. Mi habitación es la contigua a la de mi madre, escucho cómo enciende la televisión, eso interrumpe mi concentración. Carolina se siente un poco nerviosa porque sabe que  mi madre será la siguiente.

–¿Cómo darse cuenta de este tipo de situaciones?

–Se necesitan varios exámenes. Pero la raíz del problema comienza con la obsesión por lo saludable, o pretender una belleza inalcanzable. El estar contando calorías y no tener una asesoría. Es la primera trampa de  caer en los trastornos de alimentación–  responde Nelson Loayza.

Ha pasado casi una semana de la entrevista con Natalia. Son las 9:35 am. Ella ha vuelto a sonreír, parece estar más tranquila, aunque todavía oculta su obesidad en ropas oscuras. Ella pesa casi 100 kilos, el doble del peso que debería tener.

Ha cambiado bastante en relación a lo que era en colegio, ya no usa cerquillo sino unos flequillos que vienen desde la izquierda hasta su oreja derecha. De lejos, cuando me ven con ella, piensan que es mi madre, cosa que le molesta demasiado. Ella tiene 31 años y yo 19. Reconoce que su peso la hace ver mayor.

Justo ese día el cielo tenía preparada una tormenta eléctrica, pero por ahora solo es una llovizna que flota en el aire. Natalia está buscando lugares de corte y confección para vestir los diseños de su propia invención.

–¿Por qué? – le pregunto. Pensé que los modelos de las tiendas no eran de su agrado.

–Es que no hay mucha ropa como para mí– menciona con ligera decepción.

–¿Sí?

–¿Sabés que el tope máximo es talla 44? A las siguientes les dicen tallas especiales.

La sociedad tiene un patrón, quizá un estereotipo. La gente como Natalia que sobrepasa la línea, está fuera de lo normal.

Mi madre ha salido al patio de atrás a descansar, al parecer la televisión la ha aburrido. Le sonreí a Carolina, pues debía continuar con mi madre, así que recorrí el patio de atrás para encontrarla. Me recorren muchas preguntas por la mente, pero solo una me importa. Pienso que es inverosímil dicha situación, pues mientras una había caído, la otra quiere caerse con ella. Han pasado seis años desde ese incidente sin que nadie se entere.

Ese día cuando estaba frente a mi madre vinieron los recuerdos a mi mente.

Es 2008. Siento que he comido demasiado. Esa sensación me atormenta hace un par de semanas.

Tengo catorce años, y mi reflejo es el de una chica normal. Ese es el término: normal, no delgada. Visto el uniforme del colegio: una camisa blanca con una falda en tablas de tela cuadriculada de color azul que viene desde mis caderas hasta las rodillas. El uniforme me queda holgado, realmente parezco una niña con el pelo corto hasta las orejas. Desabotono los tres últimos botones de la camisa y la arrugo un poco. Es ahí cuando mis manos aprietan mi vientre con desdén, toqueteo esa parte pensando que la puedo arrancar. Sí, me siento gorda, sumamente gorda. El espejo no habla, pero sé que siente desprecio por mí.

Terminamos de almorzar. Lo único que tengo que hacer es cruzar el patio, la ducha, el baño y la lavandería. Mis rodillas sobre el piso y mi dedo en la boca. Trato de provocar el vómito, pero solo llego a toser y me da pánico. Sin saber, había repetido la misma escena que Natalia, solo que con una diferencia: nunca más volví a intentarlo. Decidí amistarme con el espejo hace un par de años, lo he perdonado.

En ese instante pienso en cómo nuestros espejos nos engañaron y cómo la ironía de nuestros espejos nos persiguió a las tres sin que nos demos cuenta.

Mucho antes, en 1992, Natalia es una niña de diez años. Su madre la ha llevado a una sesión de fotos. Parte de su pelo castaño está agarrado con una cinta, su peinado consta de un cerquillo que le cubre la frente.

Natalia tiene puesto un vestido blanco de cuello en capa, de mangas abombadas y con un largo hasta las rodillas. Hay una franja roja que divide el vestido, desde ahí hacia abajo lo cubre un pequeño faldón de motas rojas. Tiene puestas unas bailarinas blancas de charol que combinan con su atuendo.

Ella no sonríe para el fotógrafo. Sostiene con el brazo izquierdo a una bebé de juguete. Al observar la fotografía, confirmo que parece tierna.

Es 1994. Ella ya tiene doce años. Natalia no se da cuenta que ha crecido, ya no es una niña como antes. Encuentra el vestido de la fotografía y decide ponérselo de nuevo. No le cierra, no le cabe, no entiende la situación. No desea ver ese vestido jamás. Es el primer encuentro con el espejo que le revela cuán gorda está. Es desde ese día que ella mira con menosprecio su silueta, sí, desde ese día comienza el caos en su mente.

Estoy al frente de mi madre, recordando todo aquello. Tengo la pregunta más importante al filo en mi lengua. Inhalo, exhalo, hasta que al final pregunto.

–¿Mamá, vos alguna vez sospechaste algo raro de Natalia?

–No, para mí siempre fue una niña normal– dice con tranquilidad.

Suspiré, suponía tal respuesta. Por ahora, la habitación y yo seremos los testigos de cómo es convivir con un monstruo que se esconde en tu espejo y saber que no se marcha si no lo perdonas.

 

Esta crónica se elaboró en el marco del Taller de Crónica Periodística de la UEB.

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