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No estaba allí. Es la segunda vez que va, pero Tompy no estaba allí. Michael Gutiérrez empezó a desesperarse. Ese joven espigado y flaco, de ojos tan oscuros  como su piel y de sonrisa blanca y ya sin fierros, siempre ha sido amante de perros. Desde muy niño, todo el tiempo jugaba con el suyo, siempre estaba con él, y después, cuando fueron más, con ellos. Primero fue Lobo, un perro grande, negro y sin raza. Michael lo conoció cuando él era niño y el perro, ya mayor. Lobo murió de viejo. Fue una muerte que afectó a Michael y a su hermano, Cacheta, como si hubiera sido su hijo. Sus padres al observar este dolor, llevaron a casa dos cachorritos: Tompy y Bishara, los cuales se ganaron su cariño velozmente.

Hace seis días, cuando su padre fue a trabajar, Tompy, su samoyedo, salió corriendo a ‘pasear’; por suerte, Bishara, su otro hijo, un rottweiler de impactante tamaño, estaba distraído. Pasaron dos días y Tompy, ese perro enteramente blanco y peludo, más parecido a un lobo que a un perro por sus orejas en punta, nunca volvió.

—Estoy buscando a un samoyedo, un perro blanco— le dice Michael al perrero—. Se salió de mi casa por la zona de El Trompillo.

—No hemos ido por allá. Normalmente solo vamos y buscamos por fuera del Cuarto Anillo— dice el perrero escondido tras sus ropas, barbijo y guantes de goma — Si querés, podés ver detrás de las rejas, pero no creo que esté ahí. Además, creo que no tenemos ningún samoyedo.

Estaba en la Perrera Municipal, la única que hay en Santa cruz. En las únicas tres celdas cinco por cinco, había cerca de 45 perros, como 15 por celda, que tenían un olor pestilente. Se veían perros cansados y enfermizos: unos tirados en el piso y sin moverse, otros ladrando y agitados. Se podía observar toda clase de perros: un moribundo pero hermoso y arrugado sharpei café, de esos que cuestan 300 dólares; un rottweiler negro, que no paraba de ladrar; un boxer café; y mestizos, mestizos de todos los colores. Pero Tompy no estaba allí. Michael se impacientó.

— ¿Cuándo van a volver a buscar perros?— preguntó exaltado

—Vamos a buscar perros cuando vuelva a tocar, cada 72 horas. Recién ayer recogimos a este grupo, así que en dos días saldremos de nuevo— explica el perrero.

Los perreros recogen canes callejeros cada tres días, pero no necesitan ni dos horas para atrapar a esos 45. Es que en Santa Cruz hay poca cultura del cuidado de mascotas y son raras las esterilizaciones, por lo que existe sobrepoblación canina, un perro por cada seis humanos. Así, miles de canes acaban en las calles.

Durante esas 72 horas los perreros mantienen a los canes en observación, esperan a los dueños con pruebas de que sean suyos y, si no llega nadie, les hacen una muerte asistida, eutanasia. Pero una eutanasia real y sin sufrimiento, en teoría.

Hay tres clases de eutanasia. En Santa Cruz en general y en la Perrera en particular, se usa una, la mejor según dicen, la inyección letal. Se recuesta a los perros en una mesa de tal manera que no se asusten y, cuando ya están tranquilos, se les introduce la inyección que contiene un exceso de anestesia, lo que provoca la indolora muerte del perro en menos de diez minutos. En la Perrera Municipal este proceso se da cada tres días.

Michael, con sus 17 años de edad, ya no sabe qué hacer. Hace seis días que Tompy salió y no volvió. Es la segunda vez que va a la Perrera. Ya puso carteles ofreciendo hasta 300 dólares en toda la ciudad. Publicó en VEDA, un grupo de protectores de animales en Facebook, creado con el objetivo de hallar hogar a canes callejeros. Michael está ansioso, sólo le queda esperar que alguien encuentre a Tompy y le llame por teléfono.

—Lo busqué por todos lados, hasta me metí en el canal y fui preguntando a mis vecinos puerta por puerta si es que lo habían visto —explica agitado—. Lo amo con mi alma. Lo tuve desde que nació y ahora tiene siete años.

Si no encuentra a Tompy, éste se volverá un perro callejero más, de los muchísimos que Santa Cruz ya tiene. Pues la ciudad está tan infestada de canes de la calle, que siempre, en cualquier recorrido, por más corto que sea, si se presta atención, se pueden observar al menos cinco. En los mercados, como en el de la avenida Moscú o El Abasto, se ven jaurías de ocho a diez perros callejeros paseando por las calles en busca de comida. En enero de 2014, la Alcaldia estimó, sin censo alguno, que en Santa cruz hay 100 mil canes en las calles.

—Si alguien se lo alzó, ojalá lo cuide bien— dice Michael, mostrando su sonrisa bastante forzada por la pena— y si no, ojalá tenga tanta suerte como Inquilino.

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Llueve. Es un día negro y, al parecer, triste. Inquilino está dentro de la casa 21 de la calle Santa Lucía, como ya es su costumbre cuando llueve. Tiene su plato y su colcha. Duerme. Se ve, feliz y tranquilo, pues ahora tiene cariño y hogar, cosas de las que antes prescindía.

Inquilino es un perro callejero, pero no uno común. Tiene más dueños y casas que cualquier otro, pero sigue siendo de la calle. Es bastante grande, de unos 20 kilos; de color oro en todo su cuerpo, y negro en su torso y cola. Se lo ve impecable. El collar negro alrededor de su cuello indica que tiene casa, muchas casas.

Llegó hace dos años a la calle Santa Lucía, calle de losetas, perros y jardines perfectos. Estaba lastimado y con una pata tiesa, tirado en una de las aceras, parecía muerto o al menos moribundo. Tenía un olor desagradable, a canal de desagüe, y estaba negro por el barro que lo cubría. Flaco y demacrado también.

Los primeros días del perro en la calle Santa Lucía no fueron los mejores. No lo quería ninguno de los vecinos. Podía tener rabia y morderlos, o alguna enfermedad que contagie a los canes del resto de la calle. Como estaba herido y tieso, al parecer recién atropellado, le tuvieron pena por un buen tiempo. Nadie hizo nada en un comienzo.

—Yo no lo quería— dice una de las vecinas, la de la casa 30—. Me daba miedo que me muerda, o a mis hijos. Además, era una irresponsabilidad tener un perro agresivo suelto en la calle.

Inquilino, que en ese entonces no tenía nombre, era muy agresivo: a todo extraño en la calle le ladraba, lo perseguía y le hacía un amague de comérselo. Buscaba a los vecinos por cariño, pero solo recibía desprecio y maltrato. Inquilino, que ya se había recuperado, no se iba. Ningún vecino supo exactamente por qué.

Cuando llovía y hacía el frío propio de los surazos cruceños, buscaba dónde meterse: a veces debajo de los autos; otras tantas, escarbaba entre los arbustos de los grandes jardines que iba destruyendo. No importaba, haga lo que haga, se mojaba. Gemía, daba la sensación de que lloraba y sufría.

Muchos canes están en éstas y peores condiciones.

Un par de niños del barrio, rubios, blanquitos y agringados, salían a caminar con su perro. Cuando pasaban cerca de Inquilino, por miedo a que éste los agreda, le tiraban piedras y lo golpeaban con palos. Lo hacían gemir y escapar. Inquilino, leal tal vez a la calle y al lugar, como Hachi a su estación de trenes, volvía.

Después de haberse recuperado totalmente de su pata, los vecinos, cada uno por su parte, ya no lo quería más allí. Unos hacían lo mismo que los gringuitos: lo apaleaban; otros buscaban diferentes medios para deshacerse de él, como llamar a la Perrera.

—Un día llegamos con mi hija a nuestra casa—explica la vecina de la casa 30, Martha—, parece que el perro se alegró, le saltó, la lastimó y la hizo llorar. Decidí llamar a la Perrera. Lo hice tres veces.

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Recibe una llamada.

—Buenas, creo que tengo a tu perro—le dice una voz gruesa tras el teléfono.

Michael sonríe. Calma su felicidad por seguir hablando.

— ¿Sí? ¿Un samoyedo hermoso, bien grande, hartísimo pelo y totalmente blanco?—pregunta, ansioso de respuesta.

—Emmm, pucha, creo que no es. Este es un samoyedo, pero casi cachorro. Está en mi calle hace un par de días.

Michael recordó a Inquilino. Aquel perro que se quedó afuera, en la calle de su amigo, sin razón aparente; aquel que ahora es el mejor cuidado de Santa Cruz; aquel que tiene cuatro casas para él solo y más de ocho dueños que lo miman; aquel que recibe cuatro comidas al día; que pasea libre cuando quiere, y cuando quiere va y recibe el cariño que en un principio no tenía.

Michael se desanimó, sin embargo, igual fue a ver a aquel perro. No, no era su Tompy, era un cachorro de samoyedo, la mitad de pequeño que Tompy. Su sonrisa se invirtió. Está desolado.

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—Buenas tardes, hay un perro callejero muy agresivo en mi calle – dice una vecina—, Santa Lucía, barrio Las Palmas. ¿Será que lo pueden recoger?

—Vamos a intentar ir, señora— contesta el perrero.

Nunca fueron.

Era fin de año, los canes se agitaban con los fuegos artificiales y había más mordidas que de costumbre. La Perrera estaba llena y ocupada, no podía ir a la Santa Lucía.

En esa misma época pero del año siguiente, el sufrimiento de varios canes dejó minúsculo al de Inquilino. En una urbanización cercana a la localidad de Warnes, Terracor III, se asesinó indiscriminadamente a perros y gatos con la excusa de una pandemia de rabia.

La junta vecinal, al ver un caso confirmado de rabia, el de Chester, por falta de conocimiento empezó a difundir la idea de que había que matar a todos los perros, al mejor estilo inquisidor: «Matadlos a todos, Dios reconocerá a los suyos” (o a los que no tienen rabia).

Los vecinos encargados de esta masacre iban a las casas de la urbanización y decían que tenían orden del Servicio Departamental de Salud (SEDES) para sacrificar a las mascotas. Algunos vecinos fueron persuadidos de entregar a sus mascotas, a tal punto que los niños se encargaban de atraparlas y cederlas. A quienes se oponían, igual se las arrebataban, amenazándolos.

A la prensa, que fue la primera en llegar, le decían que era eutanasia. Decían que por norma los animales debían ser eliminados, pero esta junta vecinal no tenía la más mínima idea de lo que hacía. Los animales, que supuestamente tenían rabia, ni siquiera eran puestos en observación o cuarentena como se debía; directamente les inyectaban la misma aguja con un líquido blanquecino  a todos, y a los que  no morían rápidamente, que era la gran mayoría, los mataban a golpes mientras recibían, a cambio, arañazos y mordidas.

Torturaron y asesinaron así a cerca de 70 mascotas en frente de sus amos, entre adultos y niños. Después de la primera ronda de la ‘eutanasia’, apilaban y quemaban a los animales sin siquiera seguir normas de salud: algunos no usaban poleras y nadie usaba guantes.

La segunda parte de esta masacre fue detenida justo cuando empezaba. Grupos protectores de animales hicieron vigilia en las afueras de la urbanización para que no se llevase a cabo. Y ahí empezaron las reacciones: hubo manifestaciones en todo el país, principalmente el eje troncal.

—Por suerte, no vino nunca la Perrera — dice Martha—. Al principio no lo quería a Inquilino, pero después vi lo cariñoso que podía ser.

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Es de mañana. Inquilino sale de la casa 21, en la que entra cuando llueve. Pasea por el barrio Las Palmas, buscando perras o por mera distracción. Va por varias calles y, cuando se cansa o se aburre, vuelve.

Durante medio día Inquilino se queda durmiendo en el jardín que él mismo destrozó de la casa 28, ya sin verde, ahora puro barro. De esta misma casa sale una señora, Beatriz, quien, a media tarde, lleva a Oso, su perro negro, a pasear. Inquilino la acompaña y pasea con ella. Cuando vuelven, Beatriz le da comida a Oso y luego saca un plato para Inquilino o, como ella lo llama, a Bobby.

—Me daba pena Bobby, así que empecé a darle comida—señala Beatriz—. De a poco me di cuenta que ya no solo le daba comida, sino cariño.

Cuando oscurece, llegan los gringos de la casa 25. No le dieron nombre, solo le dicen ‘the dog’. Lo saludan y le hablan. Media hora después, salen con unos pedacitos de pan y se lo dan.  Lo miman y juegan con él.

Los dueños de la casa 30 lo llaman para que vaya y coma. Ya es de noche y, según estos vecinos, que en algún momento trataron de deshacerse de Inquilino, éste es ahora su guardián.

—Teníamos problemas entre vecinos—dice la señora Beatriz—. No teníamos un guardia, y cuando lo teníamos empezaban los problemas. Algunos no querían pagarle, así que terminaba yéndose.

Unas semanas antes de que aparezca ‘the dog’, Inquilino o Bobby, la calle estaba sin guardia. Era domingo y la familia de la casa 30 salió a pasear. Cuando volvieron, la cerradura estaba forzada, la puerta semidestruida. Habían entrado a robar.

—Después que llegó Inquilino no volvimos a tener problemas de robos— señala Eduardo, el dueño de la casa asaltada—. Siempre que hay algún desconocido en la calle, Inquilino lo corretea.

Era medianoche, Inquilino ladraba y ladraba hasta que la señora Beatriz despertó justo para ver cómo dos jóvenes se subían corriendo a una moto.

El chisme corrió por la calle e Inquilino empezó a ser cuidado ya como guardián.

Bobby, ‘the dog’ o Inquilino, cuando se ganó el cariño entero de la calle, fue adoptado definitivamente. Una empresa, Teczona, que se mudó a la casa 21, donde ahora duerme cuando llueve, le puso su collar negro y lo vacunó. Sin embargo, si alguien pregunta de quién es, no es de ellos, es de la calle entera.

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— ¿De quién es ese perro amarillo?— le pregunta una chica morena a la señora Beatriz, quien salía de su casa.

—De esta calle, de todos y de nadie —responde cerrando su candado. —Es callejero, pero lo cuidamos entre todos los vecinos.

Aquella chica, Kathia, morena, de mini-jeans y una blusa verde, es de un grupo que protege animales. Vive por el barrio, no exactamente en la calle Santa Lucía, pero cuando vio varias veces pasear a Inquilino, pensó que era callejero y quiso ayudarlo.

Desde entonces, esta chica se encariñó con el perro. Venía a darle comida todos los días, o todos los que podía. Se encargaba de hacerlo vacunar y llevarlo al veterinario, pero siempre lo devolvía a la calle.

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Sale a pasear con Bishara. Está cabizbajo. Ya casi resignado. Hace casi un mes que Tompy se perdió.

Camina por la zona de El Trompillo. Debía oscurecer, son las 6 de la tarde, pero el sol sigue y no hay rastro de luna. Se pone a jugar con Bishara en un parque. Le tira una pelotita de tenis, el perro corre moviendo su cola cortada y se la devuelve hasta que se cansan. Se quedan sentados. Michael ve a un perro que trata de cruzar la avenida. De buen tamaño, sarnoso, negro, con manchas marrones en las patas y con un hocico muy alargado. Le recuerda a Goofy, aquel amigo de Micky Mouse, por sus largas orejas y su cara despreocupada.

Goofy intenta cruzar. No puede. No dejan de pasar autos. Michael quiere evitar la repetición de aquel doloroso día en el que vio a un can arrollado en el pavimento por más de un auto. Es una escena común en Santa Cruz. Ata a Bishara a un pequeño árbol del parque y cruza rápidamente. Soba el hocico del perro vagabundo e intenta ganarse su confianza. Se la gana. Se lo lleva rápidamente a su casa y, luego de dejar a Bishara, a la veterinaria.

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Inquilino no está. Hace dos días que no aparece. Eduardo, vecino de la casa 30 sale a preguntar y ningún vecino le dice nada. Teczona está cerrada y la dueña no está. Al día siguiente, Inquilino está de nuevo tirado en la acera, como cada día. Tiene algo distinto, se lo ve moribundo de nuevo, no se levanta. Fue castrado.

Fue llevado a una veterinaria prácticamente en secreto por Kathia. Luego de la cirugía, lo tuvo una noche en la veterinaria. Al día siguiente lo regresó a la calle Santa Lucía. Como debía guardar reposo un día más, tenía que meterlo en alguna de las casas, de donde no se pudiera escapar, para que esté tranquilo. Primero tocó el timbre de la señora Beatriz, quien no estaba; después tocó donde los gringos, la casa 25, quienes aceptaron tenerlo esa noche. Inquilino se escapó y salió a su calle a pasear una vez más, para no perder su costumbre.

—No es tu perro, ni siquiera preguntaste a todos los vecinos. Debías pedir permiso— le dice un vecino furioso a Kathia—. Dejalo en paz.

—Pero castrado vive más y mejor—intenta explicar Kathia—. Se hace menos agresivo y evita que preñe a otras perras.

—Igual, no es tu perro. Debiste preguntar a todos los vecinos. No te quiero ver más por acá. No es tu calle, no vengás.

La mayoría de vecinos igual le reclama el porqué no fueron avisados, aunque entienden que sí debía hacerse la castración. Así, Inquilino vivirá más años, será menos agresivo y, sobre todo, se evitará que preñe a más perras y haya una superpoblación canina, como la que ya hay, ocasionada por la falta de información de las personas.

Está echado sobre el pastizal en la acera de una de las casas. A mediodía se escucha el ‘’¡Bobby, vení a comer!’’ de la señora Beatriz. Bobby entra, come y sale. A la mitad de la tarde, entre medio de chubascos, Bobby entra por un hueco en la reja, esta vez, a la casa del frente. Se queda allí echado en una colcha escarlata junto a su plato lleno de comida, hasta que pasa el chubasco. Luego, sale y va a pasear, no solo por la calle, sino también por el barrio. Vuelve cuando ya oscurece y esta vez se escucha el ‘’¡Inquilino, vení a comer!’’ de la casa naranja número 30. Entonces ‘Bobby’ va, come, vuelve a salir y se echa en el mismo pastizal.

 

Esta crónica se elaboró en el marco del Taller de Crónica Periodística de la UEB.

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