I.
Matar. Matar el tiempo. Matar el aburrimiento. Matar tu pena. Matar un ruiseñor. Matar el silencio.
Asesinar. Psycho. John (Kennedy o Lennon, aquí da igual). Constitución Política del Estado. Leyes. Código Penal. Condena. Cárcel.
Defenestrar: la fantasía de cualquier oficinista –con el jefe, claro.
Ajusticiar: la labor diaria del Capitán América.
Ejecutar. Ahorcar. Decapitar. Fusilar. Torturar. Asfixiar. Electrocutar. Satisfacer. Bla, bla, bla. Fines o medios y así sucesivamente. Todas palabras sinónimas. Todas descriptivas. Todas narrativas. Todas argumentativas, de por sí.
¿Piedad? ¿Misericordia? ¿Empatía? Ni de broma.
II.
Cuatro personas formando un triángulo escaleno. Martha, niña casi grande –edad incierta– mira directamente hacia la cámara y sonríe. Armando, en una esquina, apenas sonríe. Atrás, Daysi sonríe con los ojos cerrados. Al otro lado está María, abuela de Martha, madre de Daysi y suegra de Armando; expresión adusta.
El blanco impoluto de la nieve se confunde con el blanco sin mancha de las casas en el fondo de la instantánea, abajo del cielo demasiado celeste y lado a varios pinos sin hojas. Crudo, crudo invierno.
La fotografía fue tomada en Alvesta, Suecia, en el campamento de refugiados –en sueco, flyktingförläggning– Ams-Byn.
Mes de noviembre. Año 1973.
III.
De nuevo la nieve. Me dice Alberto que hay poca este año pues la temporada fiera comenzará a mediados de enero. A decir verdad, aclara, se creía que no habría nieve este mes. Gracias a la nieve, el frío no es tanto. Sonrío al hablar, estoy fumando vapor caliente. Soy el único punto de color sobre la explanada blanca, indescriptible.
El metro o tunnelbana corre sobre las rieles en un puente muy elevado sobre los árboles. Recuerdo los miles cubiertos –quizá exagero– asemejando monstruos en hibernación. ¿Recuerdan el Comerrocas de la Historia sin fin? Así, tal cual. Resuena en los altavoces del vagón el nombre de cada parada.
Afuera hay quince grados bajo cero, si no es más. Dentro del metro hay calefacción. Los asientos son cómodos. Poca gente, oigo líneas de conversación en sueco, no palabras individuales; no entiendo nada. Aunque sí, me gusta oírlo. Me pregunto, ¿para qué atender a lo que no recordarás? En el grupo de personas que tengo alrededor, la charla está entretenida. Alberto cuenta sobre Trinidad. Historias de víboras como mascotas, inundaciones en las que salían de paseo en canoa por el pueblo, las armas como moneda corriente de cambio. Habla de su familia, imagen congelada en 1972 cuando él seguía siendo el hijo adulado. Estamos con una amiga mía, Ofelia, que habla sobre México D.F. Sin embargo, el hechizo trinitario hace que ambas escuchemos atontadas las historias fantásticas del Macondo boliviano.
Vamos haciendo trasbordo en unas cuantas estaciones de metro, de las más de cien que hay. Pronto, muy pronto me doy cuenta que cada una está decorada y ambientada con un tema diferente. Algunos nombres: Tensta, Fridhemsplan, Radhuset, Kungstradgarden.
Ya no recuerdo con mucha precisión la apariencia de cada estación. Recuerdo, sí, una de paredes irregulares, demasiado rojas para no haber viajado años luz y hallarme en una cueva de otro planeta. Otra, también con paredes irregulares cóncavas y convexas, demasiado azules para no sentir un frío gélido y tranquilizador. Fuera de este mundo. Recuerdo haber querido morir ahí. Me quedo con la que te introduce en los juegos ochenteros. Se llama Thorildsplan. Al entrar, sólo ves en las paredes las nubes, fantasmas, hongos, tuberías y bombas pixeladas, con Mario y Luigi andando por ahí. Imagino cómo será ser la princesa rubia y no moverse ni hablar, sólo esperar el rescate.
Llegamos. Es la estación de Fittja, casi al final de una ramificación de la línea roja del metro de Estocolmo. Por ser la zona periférica, no está exactamente dentro de la ciudad capital y por eso no es parte de la muestra de arte más grande del mundo. Está en una localidad menor, el municipio de Botkyrka. La estación no tiene distintivo. Hay por doquier pasadores de metal, paredes negras. Hiss, el ascensor. Publicidades o avisos, todo en sueco y muy poco en inglés. Aunque sé que después no recordaré ninguna palabra, adoro escuchar a Alberto hablando sueco. En castellano habla como si nunca hubiera salido de Trinidad y en sueco no puede omitir su zezeo.
Bajamos del metro. La estación está a nivel de suelo y caminamos unos pasos hacia afuera. Alberto me dice “Ahí vivíamos”. Habla de un edificio como de doce pisos, entre guindo y color cemento, estrecho, ventanas pequeñas. Tipo gueto. Diría austero. Por aquí y por allá mujeres con velo, vestidas de negro, con carritos de bebé. Hay una que me quiere comer con los ojos cuando el lente de la cámara le apunta directo. “No hagás eso, no les gusta que les saqués foto y te puede reclamar”.
Fotos delante del edificio, con Alberto, yo sola, con Ofelia, el edificio solo. Abrazo a mi tío y trato de imaginar cómo era este barrio en 1974, sin tanto migrante árabe y con abundante exiliado latino, seguramente con menos edificios, misma nieve, menos árboles. ¿Tendría el supermercado? ¿La oficina de migración al lado de la biblioteca? ¿El servicio de ayuda al migrante/extranjero? Cómo será en verano, también pienso. “En esa calle –señala Alberto, dando la vuelta a la esquina– vive una boliviana que llegó con nosotros. Se llama Lola”.
Volvemos a la estación de metro. Una escultura de metal de una pistola, de colores entre oro viejo y negruzco. Tiene el cañón doblado y anudado como pistola de juguete. Me gusta el mensaje.
Estación T-Centralen, donde confluyen todas las líneas del metro de Estocolmo. Demasiada gente. Subimos por lenguas de metal innumerables veces. Salimos por la tibia tráquea de la bestia hacia el frío mundo exterior. Nos toca conocer el Kulturhuset –la Casa de la Cultura de Estocolmo- y que pierda la fobia por las escaleras eléctricas que bajan. Las calles están cubiertas de nieve, aunque le echan sal para que se derrita y se pueda caminar sin dificultad.
Mes de diciembre. Año 2012.
IV.
Imaginemos que la cinta se rebobina y estamos en 1971, en Bolivia, exactamente en La Paz. Es la época de golpes y contragolpes, que empezaron en 1964. Del 70 al 71, la historia pone al General Juan José Torres como presidente de facto gracias a un levantamiento popular. Sube al poder después de varios cargos en los regímenes militares y ahí empezó a ser peligrosamente izquierdoso, con semejante poder entre manos. Se ganó el lugar entre ceja y ceja de los poderes reinantes –entre ellos la santa CIA. Y le vino el manotazo.
El golpe de estado que lo derrocaría fue planificado por varios grupos, entre civiles y castrenses. Se vivía una crisis militar y política en todo el país, pero en especial en la sede de gobierno. Si bien el golpe de mayor estruendo y que derrocó a Torres ocurrió el 19 de agosto, en enero La Paz ya había sufrido un intento de golpe, orquestado por la Falange Socialista Boliviana, el Movimiento Nacionalista Revolucionario –que después se revistió de un aura democrática– y las Fuerzas Armadas. Ya en agosto, desde Santa Cruz de la Sierra, la bota militar pudo alargar la zancada y pisar el Palacio Quemado, al mando del después presidente de facto Coronel Hugo Banzer Suárez, quien juró a la presidencia de la República el 21 de agosto de 1971.
A partir de ahí pasó a imperar el consabido «Orden, paz y trabajo», dándose Banzer a la tarea de borrar del mapa todo vestigio de pensamiento rojo.
En ese momento, Armando se encontraba fuera de Bolivia. Había trabajado en el Ministerio del Interior en el gobierno de Torres –punto en contra. Su rostro y nombre salieron en la prensa nacional como parte de la resistencia al intento de golpe de enero –punto en contra. Con Torres aún arriba, salió en misión diplomática hacia Italia y, al volver, tuvo que canjear los puntos ganados con la negación de su visa de entrada a Bolivia. Lo mismo en Argentina. Su ruedo termina con el exilio en Chile.
Daysi, después de ser detenida por un día en el Ministerio del Interior, consigue la visa para salir de Bolivia con Martha hacia el mismo destino final, pero con su pasaporte estampado de rojo. Calificación para ambas: extremistas.
Llegan a Chile cuando Salvador Allende llevaba dos años como primer presidente socialista y constitucional. A nivel mundial. Punto a favor.
Mes de noviembre. Año 1972.
V.
La cinta vuelve hacia adelante y se detiene. Chile se halla bajo el mandato del pueblo que acudió a las urnas. Del total de votos, Allende ganó con más del 36%, quedando el candidato derechista con el 34%. Se esperaba que esos últimos aprendan a adaptarse a los cambios o sumen su ayuda para cambiar el estado de las cosas. El orden debía respetarse.
Chile se distinguía, al menos hasta ese momento, por su larga y memorable estela democrática. Como polo inverso, estaba Bolivia con sus 26 mandatos de facto anteriores a Banzer. En los 146 años de república.
Entiéndase y aplíquese a discreción: La mentalidad humana toma forma según cual sea el contexto y momento histórico que nos cobije y cuáles sean sus elementos referenciales.
En esa línea, el relato de Martha del Chile allendista es elaborado por una niña casi grande, de 12 años de edad, para la que vivir allí significó fijar sus convicciones políticas. “Era bien roja, rojilla”. No marxista, no todavía.
Chile era el oasis socialista en el desierto dictatorial de Sudamérica, con Nixon y Kissinger jugando a los dados para poner en acción a sus peones. Así, era un horizonte de exilio para todos quienes escapaban de Bolivia, Uruguay, Brasil y Paraguay, como una bocanada de aire para todos los encorsetados por la amenaza de asesinato en sus países de origen. ¿Si Allende estaba cómodo con su país lleno de tanto extranjero coloreado de todos los tonos de la gama cromática del rojo? Martha cree que no, por esa misma característica multicolor. Había desde pseudoizquierdistas hasta personas de extrema izquierda. Toda la gama cromática del arcoiris.
El que quiera celeste, pues que mezcle azul y blanco. El boicot de la derecha chilena empezó aún antes que estuviera cantado el triunfo de Allende. El 82 fueron divulgados los memorándums de la multinacional ITT (en castellano, la Internacional de Teléfonos y Telégrafos), dueña del 70% de acciones de la Compañía de Teléfonos de Chile. Eran el mapa de acciones que la derecha chilena fue planificando con Washington y pintaron un escenario de terror. Tales memos decían cómo sofocar la economía, cuándo ahogar la producción industrial y dónde boicotear los servicios de salud y educación.
¿En los hechos todo lo anterior? A través de Santiago corre el río Mapocho, tal cual el rio Chokeyapu por La Paz; muy seguido, el primero se convertía en una serpiente blanca gracias a la leche derramada por los dueños de los camiones que la transportaban; de esa leche y por mandato de gobierno, un litro diario tendría que haber estado en el estómago de cada niño y niña de Chile. La especulación hizo estragos y abrió el hoyo para el mercado negro. Pagaban a los transportistas para que no repartan comida, a los dueños de los buses para que no salgan a las calles, a las tiendas para que no vendan alimentos y haya la sensación de desabastecimiento. También se pagaba a los médicos para que no vayan a trabajar y así vino el paro de salud.
¿Todo gracias al Tío Sam? Sí, en parte. Pero ni ahí hay que llorar.
Una historia de muchas: Una fábrica es tomada por sus trabajadores, descontentos con las decisiones de los dueños que ordenan parar a cada canto de gallo para cumplir con la orden de desabastecer el mercado. Los trabajadores quieren cooperativizar la fábrica. Allende se entera y acude él mismo a conversar con ellos.
–Esta no es la revolución que yo quiero. Yo no necesito una revolución donde se quite o se tome nada a la fuerza. La nuestra es una revolución de verdad. Tenemos que sentarnos con los dueños del negocio y ver si ellos quieren el sistema cooperativo o no– Allende fue claro y los trabajadores quedaron mudos; entendieron.
Viene al caso una cuestión importante: ¿Por qué si la cantidad de gente que votó por la Unidad Popular apenas rozaba un tercio del total, reinó tal algarabía al resultar electo Allende? ¿Por qué si la gente era la que sentía directamente el boicot, no protestaba directamente?
La toma de conciencia se volvió contagiosa.
Pues, si sumamos 1+1, a veces es dos. La victoria de la UP en las urnas, además de haber tenido una escalada sucesiva de elecciones ganadas en municipios y congreso, tuvo su contraparte. Allende no era la única opción no derechista en la boleta. Al sumar el 36% de Allende y el 28% del partido Demócrata Cristiano, cuya propuesta se basaba en la sustitución de las estructuras capitalistas por la sociedad comunitaria, hubo más del 50% de apoyo a otro tipo de sistema. Esto se vio con la reacción de la gente ante el golpe de estado fallido, conocido como Tancazo, del 29 de junio del 73.
–No habían armas, pusimos el pecho.
Sin embargo, el aleteo del ave de rapiña se acercaba a La Moneda.
VI.
Vas caminando por la calle y ves mucho movimiento a tu alrededor. Tu papá tiene una mano en la tuya y en la otra está la correa de tu perrita. Se llama Piccolina y odia los uniformes.
Al doblar la esquina, si ven cualquier cola formada, se ponen y suman. No importa si no saben para qué es, ahí se pregunta. No importa si no lo necesitan, por ahí después sí.
Eres hija única y no hay con quién te dejen tus padres en casa, así que te vuelves su sombra en las reuniones con adultos. La educación es vertical. Grandes orejas, ojos de plato, boca cerrada.
Tus mudanzas de casa, ciudad, país y continente ya han sido varias.
Has sabido comerte una veintena de libros sobre comunismo, marxismo y socialismo, pero en público los niños no hablan. Sólo en casa, en confianza y de lo que quieras. Con tu padre, el debate siempre está abierto.
Has salido a varias marchas, te han gaseado y una vez, una bala perdida pasó por debajo de tu nariz. Aprendiste a fumar en esa época.
Vas a un colegio de monjas al frente de tu casa. Es privado y, por supuesto, quiere seguir siéndolo. Tratan de inyectarte hiel contra todo lo que pasa fuera. No tienes amigas. Tu lengua sale de tu boca y comienza a utilizar las ideas que se agolpan en tu cabeza efervescente. Las monjas te dicen que en La Moneda está el diablo y no te callas. Las monjas encumbran a las sacrificadas Fuerzas Armadas y no te callas. Boliviana, encima de todo.
Con el antecedente del golpe fallido de junio de ese año como tubo de ensayo, afuera las cosas están cantadas. Algo pasará.
Llega el martes 11 de septiembre.
08:30 a.m. Tu calle, otrora tranquila, está demasiado transitada. “Mamá, algo está pasando”.
Tu papá había salido más temprano con rumbo a la oficina de migración para ver el tema de sus visas. Estaba cerrada y le dieron el pre-aviso: “Ya está tomada, compañero”.
09:10 a.m. Enciendes la radio. A pesar de que muchas estaciones ya están intervenidas, consigues llegar a escuchar por última vez esa voz, pronunciando ese discurso legendario. Las Fuerzas Armadas han traicionado el juramento hacia su gobierno y ahora se vuelcan a decapitar al rey, rompiendo su tradición.
10:30 a.m. Llega tu tío en estado de shock, no puede hablar. Ves su pantalón con una mancha de un rojo muy feo en la pierna, pero no es herida, es mancha en la tela. Lo tranquilizan y logra contar qué pasó.
Él estaba en el centro de la ciudad y de la nada aparecen los militares en tropel. Gritan: “¡Todo mundo a su casa, hijos de puta!”. La multitud empezó a correr y, a su lado, tu tío vio un hombre minusválido que no podía hacerlo con la velocidad de los demás. Los militares se acercan y lo balean, ahí mismo, por lo que su pantalón está manchado de la sangre y los sesos del hombre. Ese fue el primer muerto oficial de la dictadura.
Ya después aparece tu papá. Desde la ventana del edificio puedes ver las bombas caer en La Moneda, como bolitas de papel.
A partir de ahí, el terror lo invade todo. Pueden venir a matar, sólo porque sí. Entrarse en una redada, sea de noche o de día. Hallar un libro con el título equivocado y disparar a cualquiera, a quemarropa. También le temes a la violación; empiezas a dormir con un pantalón que te corta la circulación de las piernas.
–Si me van a violar, por lo menos que les cueste sacarme los pantalones.
VII.
Juan Lechín Oquendo estuvo varias veces en el departamento de la familia de Martha. Los días domingo hacían pequeñas reuniones entre amigos para debatir qué había pasado en Bolivia y hablar sobre el proceso que Allende estaba llevando a cabo. Martha recuerda con gracia cómo, de rato en rato, lo oía pedir una pausa pues le gustaba irse a su cuarto a mirar Tarzán en la televisión con ella. Martha cree que él logró escapar por tierra hacia la Argentina.
La cantidad de exiliados bolivianos era grande. Había gente de Trinidad que se saludaba por la calle. Toda aquella persona que fuera considerada ‘subversiva’ por Banzer y pudo salir, huyó hacia Chile. Había gente de todas las edades, desde ‘extremistas’ de 12 años como Martha, hasta personajes históricos como Lechín. Un sobrino de Armando, primo de Martha, llegó con 18 años. Su nombre es Carlos.
Recién había terminado la secundaria en un colegio católico muy tradicional de Trinidad y cuenta que empezó a ser incómodo al momento que con su hermano empezó a liderar grupos de jóvenes estudiantes. Varias veces conocieron el encierro de una celda, que al final ya era por cualquier pretexto.
Llega el momento que el exilio lo convoca y logra salir de Bolivia. Ya es historia de familia: el sello rojo adornó su pasaporte al pasar la frontera el año 72. Mes de noviembre.
Carlos me dice que se siente agradecido con los dictadores. Suena extraño, lo sabe y lo sé. Tiene razón. Su camino se cruzó con personas que, de otra forma y probablemente, nunca hubiera conocido más que de nombre. Algo de ello: cenó y cantó para Pablo Neruda, intercambió canciones con Víctor Jara.
Isla Negra es el lugar donde continúa estando la casa de Pablo Neruda. Cerca de allí, un día Carlos sale a caminar por la playa desierta. Se sienta en la arena fría, Neruda lo ve a lo lejos y le pide que se acerque. Carlos lo hace y después de conversar un poco, Neruda lo invita a cenar esa noche.
Carlos recuerda haber crecido con sus versos en la voz de su madre. Al terminar la cena, Neruda ya sabía que Carlos cantaba, le ofrece una guitarra y Carlos le propone un trato: un poema por cada canción. Es maravilloso recordar la voz de Neruda, grave y pausada, “como la de un obispo”, me dice.
Otro acorde de voz que recuerda con nostalgia es el de Víctor Jara. Lo conoció en la peña de la familia Parra, cuna de gran parte del movimiento cultural de ese otro Santiago. Una noche cualquiera, Carlos toma la guitarra que está a disposición de quien pueda tocarla y entona una canción de Coco Peredo. Un hombre sencillo y amable se acerca a él para pedirle la letra de la canción. Carlos se la escribe en una servilleta.
Al momento siguiente, ese hombre sube al escenario y empieza a cantar. Retumba en la peña ‘Te recuerdo, Amanda’. Víctor Jara canta diez canciones sobre el escenario y el silencio es sepulcral. Él dice que su canto siempre es urgente. Al terminar, Carlos le pide lo mismo y en otra servilleta, Jara la plasma con su puño y letra. Carlos guardó ese papel por años como un regalo invaluable.
Neruda se definía como comunista y, por ello, muy cercano al gobierno de Allende. El 72, se nombra al Premio Nobel como embajador de la república chilena en Francia y en ese cargo se desempeña un tiempo. Sin embargo, al sentirse demasiado lejano de Chile, renuncia mediante una carta a Allende: “Toda mi vida luché por el sistema socialista y no hay qué haga en Francia”.
Al volver a Chile, una comitiva de miles de personas celebra su retorno y marcha hasta el Estadio Nacional. Al subir al podio, lee una poesía que escribió en el tiempo de vuelo: “Yo no quiero la patria dividida, ni por siete cuchillos desangrada. Quiero la paz de Chile enarbolada sobre la nueva casa construida”.
Triste ironía. Neruda murió –o fue asesinado, no se sabe con certeza hasta ahora– doce días después del golpe; la tristeza lo embargó al ver el estado de calamidad y zozobra que va dejando la dictadura. Aunque estaban terminantemente prohibidos los actos públicos, el cortejo fúnebre caminó desde la casa de Neruda hasta el cementerio; llegó a ser más que multitudinario. Carlos asegura que la masa humana podía llegar a 500 mil, quizá hasta un millón. Mientras la gente caminaba, se empezaron a escuchar consignas: “Pablo Neruda, ¡presente, ahora y siempre!”. Había más personas esperando en las puertas del cementerio y, al juntarse ambos grupos, se empezó a escuchar ‘La Internacional’. A ese momento ya se había esparcido como pólvora otra noticia aciaga: Víctor Jara había sido cruel y cobardemente asesinado en el Estadio Nacional como recinto de espanto. Alberto, Armando y Carlos fueron parte de esa multitud.
Sin planificación previa y ante la urgencia del dolor, el funeral de Neruda acabó siendo el primer acto de protesta de la dictadura, ante la mirada represora del Ejército.
VIII.
Los asesinatos no eran aislados ni escondidos, en especial durante los primeros días después del golpe. Podían verse en cualquier calle, en cualquier plaza y, lo peor, podían ser en contra de cualquier persona que no fuera del agrado de cualquier militar que llevara un arma en la mano.
El primer muerto que vio Martha fue un muchacho de raza negra, que se cruzó con ella y Armando antes de ser ejecutado, mientras caminaban con Piccolina por las calles cercanas a su departamento. Se les cruzó de salida de una bocacalle. Armando estaba con un periódico en la mano y el muchacho se lo pidió muy amable, pero con una palabra que había sido desterrada del vocabulario de cualquiera que quisiera seguir con vida: “Compañero, déme su periódico”.
Se alejó un tanto, utilizó el periódico para envolver algo que lanzó a la calle, y siguió apresurado su ruta.
–30 segundos después, escuchamos las botas.
El chico empieza a correr pero se encuentra con un callejón ciego, no hay cómo ir por otro lado. Los carabineros o policía chilena lo apresan.
Armando apresura el paso de Martha, no pueden quedarse mirando.
Más allá, sobre la misma calle, al pasar por un terreno baldío ven el caótico desorden de manos, palos, botas y golpes. El recuerdo dura dos segundos, no podían detenerse.
Y así empiezan las historias de los asesinatos al azar. La sistematización de los procesos de tortura, las listas con los nombres y direcciones de los condenados se fueron haciendo conforme avanzaban los días. Inclusive, se cuenta que después le fue enviado a Pinochet como paquete especial de Bolivia una lista con los nombres de los ‘subversivos’ que habían dejado salir hacia Chile hasta ese momento. Al fin hay quienes se encarguen de ellos.
El cóndor vuela alto, muy alto a través de la cordillera. Tiene las alas anchas y la cabeza lampiña. Aunque se encuentre entre las nubes, si avista una presa, va hacia un pico del cerro y se posa, observando las moscas y hormigas que allí se alimentan. Luego, cae en picada hacia el cuerpo en descomposición de cualquier animal que haya elegido o le haya tocado morir ahí.
La Operación Cóndor, sin embargo, hasta su nombre traicionó.
En el amplísimo territorio de Sudamérica, antes del internet, los drones y el GPS, ya era posible seguir el paso de alguien al minuto. Fue una tarea conjunta de las dictaduras de Bolivia, Chile, Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay, y por supuesto, los Estados Unidos de América como titiritero. La Operación Cóndor se ocupó de hacer el seguimiento, vigilancia, detención y tortura de las huestes extremistas que significaban el peligro más grande jamás pensado para el orden y progreso del Cono Sur. Una vez en sus manos, las personas eran intercambiadas entre los países tal cual fichas de casino tiradas al piso y machacadas, siendo masacradas y luego desaparecidas entre el oleaje profuso que rodea el continente. Se habla de 50 mil asesinatos, 30 mil desaparecidos y 40 mil encarcelados entre todos los países.
La alerta sobre este peligro fantasmal pendía sobre el cuello de todos y todas cuyo nombre esté enumerado. Pero la tarea no era sólo de los milicos, sino de cualquier hombre o mujer patriótico que denunciara a cualquier roto incómodo a su vista.
Hasta que se fueron, el único desaparecido boliviano de cuyo caso tuvieron noticia fue Chichi Ríos. Fue apresado en una redada a su casa en la que le preguntaron nacionalidad y filiación política; dijo “boliviano” y se le salió decir «MIR», pero refiriéndose a nuestro MIR. Para Martha la diferencia está en que el partido chileno era de ultraizquierda, a diferencia del boliviano: “democracia cretina”. Vino el bayonetazo en la costilla y lo bajaron a patadas.
Su esposa empezó a buscarlo por todo lugar donde le daban señas. Una noche la llamaron: «¿Quiere saber de su marido? Vaya mañana a tal dirección». Era un centro policial. La dejaron esperando por horas. Apareció un militar, se paró frente a ella con una lata de leche Klim y le dijo: «Ahí está su marido».
Se hizo carne la estrategia del shock.
Patria. Patriótico. Patriarcado. Patriotismo.
La primera instructiva que escupió el Pinocho fue: “Todos los extranjeros tienen que presentarse a las comisarias más cercanas para revisar su situación migratoria”.
Hubo inocentes que lo hicieron. El departamento de Carlos se encontraba a una cuadra del edificio que remplazó a La Moneda arrasada. Con Allende se llamó Centro Gabriela Mistral y, durante la dictadura, Edificio Diego Portales. Era conocido simplemente como UNCTAD, por haber sido sede de la Tercera Conferencia Mundial de Comercio y Desarrollo. Se veía una fila considerable.
El vecino de abajo del departamento de Martha era parte del Frente Nacionalista Patria y Libertad, grupo paramilitar de extrema derecha anticomunista, que servía de brazo, lengua y bota del régimen entre la gente de a pie.
Una noche cualquiera, el vecino llegó de visita, trayendo una botella de vino. Armando lo recibió. Se sentó en el comedor, luego Alberto y luego Armando, que traían otra botella para amenizar la charla. Estos últimos dos apenas sí bebieron y el vino hizo de bomba en el dique de la boca del vecino. Su visita tenía fines de espionaje internacional, es decir, para ver qué querían en Chile esos rotos bolivianos, pues todo aquel extranjero que haya llegado de tres años hasta ahí, era sin duda comunista.
En sendas declaraciones a la prensa internacional, Pinochet dijo de forma muy clara qué hacer: “el marxismo es un cáncer y vimos que había que extirparlo de raíz; sólo podíamos hacerlo matando a todos los marxistas”.
Al vecino se le fue la lengua. Contó lo que hacían con los presos, cómo el mar era su última morada. Vivos o muertos. Al vecino se le escapó decir de las torturas, de los muertos, del Estadio Nacional –cuya existencia y tareas como centro de torturas ya era vox populi.
El miedo mezclado con el poder irracional tiene logros, eso se entiende. Por ello, había demasiadas ‘cosas’ ante las cuales sólo sirve la lógica de la bala. Se borraron palabras del léxico, como camarada o compañera; los hombres se cortaron el cabello y se rasuraron la barba; cualquier libro, cualquier disco podía ser subversivo y, por eso, el fuego de los incineradores domésticos y sartenes, se los devoró todos.
IX.
Armando y Daysi ya habían diseñado varios planes de escape. Desde llamar a un ex profesor del Seminario en Bolivia que vivía en el sur de Argentina, hasta huir hacia la Patagonia. La situación se iba complicando; les habían realizado varias redadas, tanto a Carlos como a la familia de Martha.
Circula la instrucción de detener a todo o toda extranjera. Si pasaba, el asunto acababa en el Estadio Nacional o en el viaje de vuelta al país de origen. A la Bolivia de Banzer.
Alberto y Armando salen varias veces a espiar las embajadas, para buscar dónde asilarse. Corrió muy poco tiempo desde el inicio de la matanza, hasta que se le ocurrió a alguien que podían ser su lugar de resguardo ante la embestida. Entre los países latinoamericanos, las embajadas que empezaron a recibir refugiados fueron las de Argentina, México, Venezuela y Cuba –ésta última, cerrada muy rápido por el régimen. Entre los países europeos, estaban Dinamarca, Suiza y Suecia. Regresan al departamento con malas noticias: entre el cerco que las rodeaba a más de dos cuadras hasta los muros de tres metros, pronto vieron que era tarea de misión imposible.
Gracias a otro trinitario, un grupo de siete bolivianos consigue rápido el salvoconducto con apoyo de las Naciones Unidas. Eran dos mujeres y cinco hombres, cuatro de ellos de Trinidad y un colla. En realidad, ocurrió gracias a la esposa sueca de un amigo boliviano. Fueron el primer contingente de refugiados que consigue salir de Chile. Hasta diciembre de 1974, Suecia dio asilo a 649 personas, según los números que informa el Museo de la Memoria de Chile.
El embajador de Suecia en Chile al momento del golpe era Harald Eldstam, conocido en todo el mundo como El Clavel Negro. Tuvo una nutrida historia de enfrentamiento directo al totalitarismo, cuéntese Guatemala, Oslo y Berlín, en dictaduras y guerras varias. Desde el inicio del golpe, la tarea que Edelstam emprende es la de salvar vidas; así, varias veces se lo ve en el Estadio Nacional mediando para que soltaran presos, y otras en las demás embajadas convenciendo a los demás diplomáticos para que empezaran a realmente ayudar a la gente que lo necesitaba.
Su testarudez y valentía salvó la vida de por lo menos mil personas, entre las que llegaron a Suecia y las que fueron diseminadas por el mundo.
El 9 de diciembre es expulsado de Chile y llega a Suecia como persona non grata, después de lograr la liberación de 50 presos uruguayos del Estadio Nacional. En el aeropuerto, se toma una fotografía donde puedo ver a Alberto y a varios bolivianos más.
X.
En Chile, me dice Martha que la postal que se manejaba de Suecia estaba compuesta por un grupo de osos polares caminando por la calle y las personas haciendo el amor en cada esquina; además, se sabía que todas las películas porno venían de allá, y que hacía mucho frío.
La tarea era preparar la poca ropa que encontraron para ese clima y las maletas con exactamente veinte kilos cada una.
Llega el 16 de octubre y Martha no puede recordar qué sentía, salvo el terror que continuaba ahí.
07:00 a.m. Un taxi enviado por la embajada sueca se detiene en la calzada desierta de la calle Carmen, a la vera de un edificio. Daysi, Armando y Martha bajan dos pisos, suben al automóvil y atraviesan la ciudad. Van con permiso oficial de circulación, así que pasan el cerco. Los militares blanden sus armas como flores muertas. Llegan hasta el portón de la embajada y pasan el control. Adentro, el edificio es una olla de cientos de grillos, por todos los rincones se encuentra la gente que debe mantenerse adentro pues ya se vio que hay francotiradores. Antes dispararon y lanzaron bombas a gente que dormía en el jardín.
07:45 a.m. Salen de la embajada en un automóvil oficial. Nadie habla, no hay preguntas. Apenas respiran.
Están dos uruguayos en el asiento de adelante, recién sacados del Estadio Nacional. Martha, desde el asiento de atrás, se queda absorta mirando la espalda de uno de ellos; no tiene ni un pedacito de piel que no esté quemada, golpeada o cortada. Ambos tenían una indeseable suma de adjetivos encima: exiliados, comunistas, homosexuales, bailarines. Eran pareja.
09:30 a.m. Llegan al aeropuerto. Hay personas de la embajada cubana en un minibús. En un primer momento, no se puede contar cuántos son en total. Martha trata de enumerar: los que salieron de la embajada sueca, los siete bolivianos, los dos uruguayos, varios chilenos y brasileros. Después se cuentan: 27 personas.
En el minibús se encuentra una mujer chilena recién parida, con el bebé en brazos, los pechos secos y sin agua para la leche en polvo que le debe dar de alimento; el llanto de ambos es incesante. Hay también un niño chileno, flaco y ojeroso, mudo o enmudecido.
Entre la 1 y las 2 p.m. los milicos bajan a la gente. Empieza la revisión.
Consiste en abrir la maleta, vaciarla e inquirir con el arma en mano por cada cosa. Los militares sacan todo y el dueño de cada maleta vuelve a meter todo. Uno por uno, pasan todos. Armando, Daysi y Martha, primeros en la fila.
Empieza. Encuentran una libreta de direcciones escrita en griego y un carnet del Partido Comunista Marxista-Leninista de Italia, grande y rojo, con la hoz y el martillo en dorado. No debía estar ahí, no.
Quieren detener a Armando. La gente de las Naciones Unidas y Edelstam intervienen. Hay culatazos, golpes, forcejeos y palabrotas. Edelstam termina con la costilla rota. Al final lo sueltan y pasan todos a la sala de pre-embarque. Toca esperar la espera.
El militar que revisó la maleta le toma ojeriza a Armando.
Se acerca y a diez metros comienza: «Miren al hijo de puta, comunista de mierda». Se pone a jugar con el gatillo de la metralleta. El grupo de bolivianos actúa y reacciona, sin ponerse de acuerdo. Rodean a Martha y Daysi por si se le disparaba un tiro.
Recién a las 06:00 p.m. anuncian que pueden subir al avión. Están haciendo colecta para comprar comida y agua para la leche.
07:00 p.m. Pueden pasar al avión. Avanzan. Armando, Daysi y Martha de últimos. Edelstam tiene en la mano un libro pequeño y se lo pasa a Armando. Se llama Migrante en Suecia, le dice que es para el viaje. Tenía escondidos los documentos de todos los otros del vuelo. Daysi lo toma y agradece, el mencionado militar ve todo. Y se oyen las botas.
Afuera, el avión está lejísimos. Armando, Martha y Daysi salen de últimos a la pista, y comienzan a caminar.
Llegan hasta la escalinata, la suben rápido y entran al avión. Los militares suben detrás, pero el capitán del vuelo estaba esperando y cierra la puerta. Les dice: “¡El avión es territorio sueco! Si entran, es violación de soberanía sueca y problema internacional”. Bajan gruñendo.
El vuelo tarda buen rato antes de salir y, cuando empieza a carretear, se puede palpar en el aire la sensación de alivio. “No sabíamos qué nos esperaba, pero estábamos vivos, ya no había posibilidad de terminar en el Estadio Nacional, tampoco de violación. Una de las sensaciones más liberadores que he sentido”. Mientras pronuncia estas palabras, Martha me mira muy fijo.
Tras que se pudieron desabrochar los cinturones, el humo comenzó a llenar el aire por los cigarrillos encendidos. “Eran los tiempos gloriosos cuando se podía fumar en los aviones”. La miro sorprendida.
XI.
Nadie tenía la menor idea de qué les esperaba. Nadie sabía qué pasaría al bajar del avión. Ninguno tenía visa ni dinero. Partieron de Chile sólo seguros de que llegarían a Suecia. Suponían que llegando a Estocolmo algo pasaría. Ni Edelstam ni nadie de la Embajada les informó qué significaba refugiarse en Suecia o que todo ya estaba planificado con detalle.
El vuelo hizo varias escalas; primero en Montevideo. Abrieron la compuerta para que suban los pasajeros del vuelo comercial y Armando quiso acercarse a respirar, pero todo el avión estaba rodeado de milicos. En Sao Paulo lo mismo.
Atravesaron el océano y en total tardaron más de 24 horas en llegar a Suecia. Antes, llegaron a Monrovia, Liberia. Pudieron descender y el calor los abrasó. Vieron todo igual a ‘La Pista’, como le dicen al aeropuerto de Trinidad.
Luego llegaron a Zúrich, después Copenhague y, por último, Estocolmo.
18 de octubre de 1973, al amanecer. Martha llega al aeropuerto de Arlanda como parte de los primeros veintisiete refugiados políticos de Chile.
39 años, dos meses y un día después llega su hija, al mismo aeropuerto. Mi tío Alberto me espera. Ofelia llegará en cuatro horas.
Esta crónica se elaboró en el marco del Taller de Crónica Periodística de la UEB.