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Tengo una angustia en mi corazón y esta es la oportunidad de sacarme la espina del pecho. Tres familiares cercanos muertos, cinco nuevas bocas que alimentar y el comentario viperino de la gente es mucho peso para mi amigo Roberto. Hoy lo visito, sí o sí.

Habían concluido los actos protocolares de recepción al premio nobel de literatura Mario Vargas Llosa en Santiago de Chiquitos. Este último es un pueblo al que la gente nombra como” la antesala del cielo”.  Antes de asistir al almuerzo en honor al ilustre visitante, pasé a saludar a mi amigo Roberto, hombre trabajador y valiente, de profesión maestro albañil y padre ahora de ocho hijos (tres propios  y cinco sobrinos que “heredó” a la muerte de su hermana Eliane y de su cuñado  Porcel).

Me recibió a la entrada un joven de aproximadamente 16 años, alto y de mirada vivaz, con el torso desnudo, pantalón negro y chinelas. Saludó con una amplia sonrisa  y dijo:

  • Mi hermano y su mujer salieron a trabajar – Puse cara de sorpresa y pensé “hoy es domingo” – Con la llegada de ese escritor han venido muchos turistas y la gente está alborotada por acomodar su casa y planchar su ropa. Ellos están aprovechando esta oportunidad para ganarse unos pesos.
  • ¿Y los niños?
  • Los mas grandes están con ellos, tres en Santa Cruz con mi tía y los menores fueron a almorzar – Después me enteré que algunos vecinos los invitan de vez en cuando a comer en sus casas.
  • Le decís que vine.
  • Claro, pero vuelva porque yo creo que ellos quieren hablar con usted.

Salí pensando en lo difícil que debe de ser la vida de mi amigo Roberto, y también admirando en él su fortaleza. Además de mantener a su familia, también lo hace con la de su hermana y, por lo visto, ayuda a otro hermano.

En Santiago, desde muy temprano, autoridades, personalidades santiagueñas y pueblo en general se habían preparado para recibir a don Jorge Mario Pedro Vargas Llosa. El comité de recepción entendía que esa era una oportunidad de oro para visibilizar a nivel mundial el encanto de este pueblo, que permanece en el tiempo casi intacto desde su fundación.

Acompañé a mi hermana Gladys al acto en la plaza y ahí me encontré con una gran cantidad de amigos: Mary Pacheco, dueña del Hotel Beulá; Milton Witaker, representante de las cooperativas de agua y energía; Filomena Vargas, profesora jubilada y dedicada a escribir la historia de Santiago; Solano Parabá, corregidor del pueblo; Lorena Tejaya, sub alcaldesa; además de profesores, estudiantes y turistas. El cielo estaba encapotado: el astro rey a ratos se dejaba vencer por una incipiente llovizna que amenazaba con hacer desertar a la gente.

Alguien gritó «ahí viene la caravana» y arrancó la música. Las  autoridades, periodistas y fotógrafos se pusieron en primera fila para saludar y dar la bienvenida a los  visitantes.

  • ‘Chamó riñá’ – le dijo el corregidor del pueblo al premio nobel.
  • -Gracias – dijo él, entendiendo que lo saludaba.
  • Bienvenido al hermoso y hospitalario pueblo de Santiago de Chiquitos – le replicó en castellano don Solano Parabá.

Mario Vargas Llosa vestía ropa casual, calzaba botines, pantalón y camisa de colores claros, y una chamarra de tono más oscuro.

La concentración se realizó al frente de la agencia municipal, sobre la misma calle de la iglesia misional reconstruida en el año 1754.

De lejos, el escritor se destacaba por su estatura y pelo blanco. Ya de cerca, se podía notar el color claro de sus ojos, la sonrisa fácil y su piel blanca quemada por el sol de la Gran Chiquitania después de haber recorrido casi todo su territorio.

El nobel estaba feliz, bailaba y reía, daba la mano, se tomaba fotografías con la gente, miraba con interés su entorno, la gente le aplaudía.

  • Gracias, gracias – repetía él.

En el atrio de la iglesia lo esperaba el cabildo indígena. El cacique le obsequió a nombre del pueblo una máscara y unos panchorrices, que son una especie de cascabeles que se colocan alrededor de las piernas, por debajo de las rodillas, y  producen un sonido que al bailar acentúan el ritmo de la música.

Nos aprestábamos a ingresar a la iglesia cuando escuché que una niña de más o menos siete años me decía:

  • Cómpreme achachairú, padrino, están dulces.

Reconocí a Elfi, hija menor de mi comadre Petrona,

  • Después de los actos.
  • ¿Quién es ese señor?
  • Un famoso escritor
  • ¿Qué trae?
  • Luego te cuento.

Me dejó pensativo, la pregunta.

La ceremonia empezó con una bienvenida en “la lengua”, dialecto chiquitano que al final fue traducido al castellano por el corregidor. El programa continuó con la declaratoria de huésped ilustre a cargo de la subalcaldesa Lorena Tejaya. Luego hubo la actuación del coro y orquesta de Santiago de Chiquitos.

Finalmente, se leyó una breve reseña de la historia del pueblo que concluyó con la “leyenda del órgano”.

  • Cuando yo era niña – contaba la profesora Filomena Vargas – mi abuela decía que al pie de la serranía de Santiago, de una piedra muy grande salía una hermosa música de órgano. Solo la escuchaban, los niños y los ancianos, los mismos que de inmediato se sentían atraídos. Esta enorme piedra se abría y los dejaba entrar a una especie de palacio con mucha luz, de donde no volvían a salir nunca más. Esta leyenda se refuerza con los casos de desaparición de niños y ancianos sucedidos hasta hace pocos años – concluía la profesora.

Al finalizar los actos, el escritor de La ciudad y los perros dirigió unas palabras al auditorio. Entre otras cosas, dijo:

…”me ha emocionado pero no me ha sorprendido la hospitalidad del pueblo chiquitano y, en especial, el cariño que ustedes me han demostrado hoy…

…había leído sobre el pueblo chiquitano, sabía de su música, pinturas, grabados y de sus iglesias restauradas, pero en este caso la realidad ha estado por encima de la fantasía, del mito, de las ideas que nos habíamos hecho sobre lo que encontraríamos en esta bella tierra…

…ha sido muy emocionante apreciar  la belleza del lugar, la naturaleza privilegiada donde han vivido las comunidades chiquitanas…

…la verdad, es hermoso ver cómo los pueblos de la Chiquitania, a la vez que se modernizaban, encaraban la vida del presente. Han mantenido viva una tradición. Son hermosas sus casas, con tejas que el sol enciende como llamaradas, con sus galerías sostenidas en árboles hermosos, algunos de ellos transformados en obras de arte por los talladores locales…

…la extraordinaria ritualidad que se mantiene viva, la fe tan arraigada, es algo que sorprende en una época en que la fe sufre crisis profunda, en las que su falta provoca crisis de valores y empuja a individuos y sociedades al estrabismo y al desplome de valores morales. Nada de esa tragedia que vive la ciudad moderna la he encontrado en Chiquitania…

…este no es un mundo anacrónico, sus iglesias no son museos, más bien forman parte de la vida cotidiana del chiquitano. La mejor enseñanza del pasado aquí está viva y organiza la vida de las personas…

…Chiquitos no tiene precedentes ni equivalentes…

…He quedado con una gran curiosidad por esa piedra que se traga a los ancianos y no voy a ir a visitarla, porque yo, que  ya comienzo a ser anciano, simplemente tengo miedo de que la piedra me trague…»

Después de este acto, Mario Vargas Llosa y su esposa Patricia subieron a la serranía de Santiago. Apreciaron la belleza natural, respiraron aire puro y amistad. Al retorno al pueblo compartieron un almuerzo en el Hotel Beulá, donde firmaron libros y se sacaron fotografías con todos los asistentes que así se lo solicitaron. Se fueron felices, entre vivas y aplausos, prometiendo ser embajadores de Chiquitos por el mundo.

El pueblo volvió a la normalidad y, por lo avanzado de la hora, tuvimos que retornar a Santa Cruz. Dejé pendiente la visita a mi amigo Roberto y a otros que encontré en la iglesia.

En mi cabeza quedaron imágenes, frases, recuerdos. Y en mi alma, emociones, nostalgias. De pronto, recordé a mi ahijada y su pregunta “¿qué nos trajo Mario Vargas Llosa?»

Volví dos semanas después a Santiago de Chiquitos y lo primero que hice fue visitar a mi amigo Roberto y a su esposa Mirtha. Me recibieron con la característica amabilidad del santiagueño.

  • Pase, don Miguel – atravesé, no sin dificultad, la tranquera que hace de portón de calle.

Roberto se adelantó y me extendió la mano, áspera y fuerte, por el trabajo cotidiano, pensé yo.

  • Disculpe que no lo abrace, pero es que estoy con mayaro y la fiebre me tiene empapau de sudor. De todas maneras me alegro de verlo y siéntase en su casa. Discúlpeme, pero me voy a echar nomaj.

Mirtha me tomó del brazo y me acompañó a la culata de la casa donde, en torno a una mesa, debajo de un árbol de palta, estaban cuatro niños y dos adultos tomando desayuno. Todos me saludaron muy amablemente y la más pequeña me dio un beso en la mejilla. Terminaron su desayuno y, a una seña de la madre, desaparecieron.

  • ¿Y, qué tal, cómo están?
  • Bien, don Miguel, gracias a Dios, sanitos, a excepción de Rober, por supuesto.
  • Y los niños, ¿cómo están?
  • Muy bien, empezando las clases.

La charla con Mirtha giró en torno al inicio de clases y las necesidades que han tenido que superar desde la muerte de Danitza, la hija mayor de Eliane.

Decidimos ir de compras a Roboré e invité a  todos los muchachos para que nos acompañen. En un santiamén, estuvieron listos y partimos al pueblo vecino en mi vagoneta.

A la salida de Santiago está el cementerio general, paso obligado que hice con mi alegre y joven comitiva. Mirtha comentó “ahí están enterradas Eliane y Danitza”, señalando con la mano dos promontorios de tierra colorada, uno más nuevo que el otro y con sus respectivas cruces. Los niños callaron y, por el espejo retrovisor, vi sus caritas serias. La niña menor del grupo se acurrucó en el pecho de la tía, ahora su mamá, como buscando protección. Por unos minutos reinó el silencio en un ambiente de dolor, nostalgia y profunda tristeza.

Roboré está a 22 kilómetros de distancia por carretera asfaltada. Fue fundado en el año 1916 por el jurisconsulto cruceño Dr. Angel Sandoval. Este pueblo ahora tiene una población de aproximadamente 20 mil habitantes, así como todo lo necesario para satisfacer la demanda de la población, incluyendo un mercado.

Los niños se compraron zapatos deportivos y útiles escolares, se los veía alegres, sus rostros resplandecían y sus manitos acariciaban los regalos. Volvimos a Santiago cerca del mediodía, acortamos el camino por un desvío para no pasar por el cementerio y así evitar romper el clima de felicidad.

Roberto vive con su esposa Mirtha en una casita típica santiagueña congelada en el tiempo, de un ambiente, a lo sumo dos. El revoque de los costados, empero, sí acusa recibo del tiempo. Por el frente destaca una vieja pintura a dos colores, blanca en la parte superior y celeste en la inferior. Hay una puerta y una pequeña ventana.

  • ¿Cómo les fue?- dijo Roberto.
  • Bien – contestó Mirtha – Don Miguel quiere hablar con vos.
  • Que pase, ahuringa salgo.

Al pasar por un lado de la casa, vi que en las paredes de palo a pique apuntaban guapases amarrados con güembé y barro colorado, mezclados con paja y jumbacá. Al fondo de la huerta divisé un enorme mango, lugar que los niños prefieren para jugar, siempre que no llueva o haga sur y chilchi. En esa zona son famosos los días de frío por su crudeza.

Nos instalamos con Roberto y Mirtha bajo el centenario árbol.

  • Cuéntenme cómo lo están pasando.
  • No ha sido fácil, pero ya pasó lo peor. El problema es la discriminación con nosotros. Lo más triste es que algunos lo hacen con los niños también.

El 21 de enero murió Danitza, la hija mayor de Eliane, casi a los dos años de la muerte de su madre y tres años y tres meses después de la de su padrastro. Había cumplido 17 años en el mes de junio y salía este año de  bachiller. Quería estudiar para maestra o diseño de interiores, tenía talento para eso, recuerda una vecina.

Roberto me contó que, al morir su hermana Eliane, les había encargado a sus hijos. “Ahora que me muero, ellos sólo te tienen a vos y a tu mujer, hermano. Con la familia de Porcel no cuento”.

  • Los pobres niños andaban con su bolsoncito de ropa, de arriba-abajo ese día del velorio y del entierro – comentó Mirtha – Yo no dudé ni un momento en traerlos a mi casa.
  • Dentro de toda esta desgracia, le doy gracias a Dios por haberme dado una mujer buena y trabajadora. Otra ya me hubiera dejado para que me las arregle solito – dijo Roberto y se le humedecieron los ojos.

Conocí a Porcel y a Eliane hace unos diez años, él tenía habilidad para el tallado en madera. Como “muy buen albañil” lo recuerda Julián Calle, maestro constructor de reconocida trayectoria en Santa Cruz y que trabajó en Santiago. Eliane, su esposa, muy trabajadora también, atendía su chaco, su casa y se empleaba para lavar ropa en otras casas. En esa época tenían tres hijos. Danitza, de 7 años, era hija de Eliane antes de casarse con Porcel, y dos varoncitos que nacieron en el matrimonio. Al pasar el tiempo nacieron dos más: Nadia y Joaquim.

Por referencia, sé que la tragedia empezó cuando Porcel viajó a Corumbá, ciudad brasilera de la frontera con Bolivia, para trabajar como albañil. Allí parece que contrajo una enfermedad que contagió a su esposa Eliane, mal que los llevó a la tumba.

  • Lo peor de todo es que el desgraciau de mi cuñau había violau a mi sobrina cuando ella tenía 12 añitos y también la contagió – dijo Roberto.

En ese momento, me mostraron el certificado de defunción de Danitza, que decía: Fallecida por meningitis aguda. Origen de la enfermedad: Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida.

  • Y los demás niños, ¿cómo están? – pregunté.
  • Los médicos dicen que están sanos y que ya han pasado todas las pruebas. Solo queda superar los comentarios y la discriminación de unos cuantos. La mayoría del pueblo ha sido muy solidaria con nosotros, pero no faltan unos desubicados…

Santiago de Chiquitos es un hermoso pueblo, hospitalario, de clima templado. Conserva en esencia el aire de la Santa Cruz de antaño, allá parece que todos se conocen. Fundado por los padres jesuitas Gaspar Troncoso y Gaspar Campos en el año 1754, está ubicado al pie de la imponente serranía de Santiago, desde donde se puede apreciar el inmenso valle de Tucavaca que, al final y a simple vista, se une con el cielo. Creo que este es el motivo por el que lo llaman “la antesala del cielo”.

Salí de la casa de mi amigo Roberto convencido de que es un hombre bueno y digno de ser respetado y ayudado.

En la plaza del pueblo me encontré con Milton Witaker, incansable hombre de servicio social y comunal. Lo conozco desde hace más de tres décadas, cuando él llegó a Santiago como profesor del colegio evangélico. Se enamoró del pueblo y, al terminar su carrera universitaria en Estados Unidos, decidió volver a Santiago. El ‘Gringo’ ha sido actor principal en todos los adelantos del pueblo: energía eléctrica las 24 horas del día, red de agua potable, cabinas telefónicas de ENTEL y, ahora, teléfonos celulares. Fuimos juntos a ver la erosión causada por las lluvias y reflexionamos sobre la necesidad de tener un sistema de drenaje.

Más tarde visité a mi comadre Petrona, madre de siete hijos: dos varones y cinco mujeres. Ella trabaja en arcilla, es la única alfarera del pueblo. Fabrica sus vasijas, cántaros, ollas y adornos artesanalmente. Además, enseña a los soldados del regimiento Vergara acantonado en Santiago.

La vida en Santiago es muy tranquila. El clima es templado. Las casas son pequeñas, con huertas grandes y llenas de árboles frutales. Las calles, casi desiertas. El turista es muy bien atendido. Su población está compuesta en su mayoría por gente oriunda del lugar. Es un pueblo seguro. En toda su existencia no se conoce de crímenes, asaltos y robos.

Los más viejos del pueblo cuentan que el único crimen del que tienen referencia es el sucedido antes de la Guerra del Chaco. Ocurrió en la hacienda Florida, de propiedad de un gaucho de apellido Borda, al que su mayordomo mató de dos tiros de escopeta, cansado de los atropellos que sufría su esposa.

Don Fausto Borda, relatan los ancianos, tenía la maña de ser el primero en ‘probar’ a las doncellas que se casaban en su propiedad.

En casa de mi comadre Petrona me esperaba mi ahijada Elfi que, al verme, corrió a buscar sus achachairuces. Me acordé que tenía pendiente una explicación respecto a lo que ‘trajo’ Mario Vargas Llosa. El tiempo se encargará.

Mi comadre me llenó de atenciones y disfruté de una hora de amistad y afecto. Me contó que está construyendo su casa con el plan del gobierno ‘Evo Cumple’. Me contó también que por las lluvias hace un mes que no puede ir a su chaco, pero que pese a las dificultades “Dios no falta a nadie” y la olla hierve todos los días. Y se reía.

Salí de su casa contento y cargado de frutas. Me iba preguntando cómo hace mi comadre para mantener ese espíritu siempre alegre. Yo sabía que había pasado momentos muy difíciles, ya que de las cinco hijas, tres fueron abusadas y, de la cuarta, se sospechaba que también había ocurrido lo mismo. «A mí me pasó igual», me confesó un día.

Como a las cuatro de la tarde empezó a relampaguear y tronar.

  • Se enojó San Pedro – dijo mi vecino Lino.

La gente del pueblo, presurosa, volvía sus casas. El cielo se oscureció y empezó una torrencial lluvia. El pueblo de Santiago de Chiquitos está asentado en un valle al pie de la montaña. El agua de lluvia baja hacia el río por sus calles inclinadas. Al principio, serpentea el agua de lluvia buscando su cauce. Luego cava surcos que se convierten en pozos profundos.

Llovió toda la noche. Se apagaron las luces del pueblo a causa de las descargas eléctricas. Salí al corredor de mi casa y vi cómo, a la luz de los rayos, se iluminaban caprichosamente las casas, los árboles, los postes de luz, las improvisadas cascadas de agua de las calles. El sonido del trueno se amplifica en la montaña. La gente cierra sus puertas y ventanas, y reza al Patrón Santiago.

Recordé mis años de niñez, recordé a mi padre, ya fallecido en el año 81. Recordé a mi madre que vive en Santa Cruz. Cortó mis recuerdos un tremendo trueno y rayo, cuya fuerza hizo temblar los vidrios de mi casa y, por unos instantes, la intensidad de la luminosidad me dejó enceguecido.

Decidí volver a mi cama y buscarle al sueño para levantarme temprano e ir a misa, aprovechando el domingo.

Amaneció como a las 5 y 30 de la mañana, lo supe porque me despertó el canto del gallo de la vecina. Marcaba su territorio. Respondía enérgicamente el desafío de otros gallos.

Me  levanté y salí al corredor, al mismo lugar donde la noche anterior fui testigo de la espectacular expresión de la naturaleza. Otro era el ambiente, el sol salía resplandeciente y calentaba el ambiente fresco. Adornaba la mañana un concierto de sonidos, combinado entre trinos de aves y cantos de gallos, cada cual más enérgico.

A las 8 de la mañana sonó la primera llamada a misa. Debe ser Solano Parabá el que toca las campanas, el mejor campanero del pueblo, me dije.

El tañido de las campanas de Santiago evoca en mi memoria los días felices de mi vida infantil en familia.

La misa la celebraba el Padre Eusebio. El rito era el mismo desde mi niñez: los cánticos católicos acompañados por una orquesta de cuerdas santiagueña, ahora enriquecidos por un órgano de tubos a 15 voces, único en Bolivia.

Después de la misa, visité a Lino Vargas, vecino de toda la vida. Tiene 98 años y una memoria privilegiada. Me gusta charlar con él y preguntarle sobre el pasado. Es probablemente uno de los últimos cronistas verbales conocedor del pasado santiagueño.

Hace poco menos de treinta años volví a mi pueblo y compré la casa de mis padres. En mi memoria guardaba el recuerdo del amanecer, el concierto de aves de todo tipo y el sonido de un hacha partiendo leña. Esa mañana me levanté muy temprano y vi a mi vecino tal como lo recordada. Sin camisa y con su hacha en la mano.

  • ¿Sos Lino Vargas?
  • Supe que volviste.
  • Pensé que te habías muerto.
  • Baj, si soy joven, recién voy a enterar setenta años.

Lino Vargas me contó de sus viajes a Corumbá a lomo de caballo y, en épocas de agua, en buey caballo. Se acordó también de la construcción del ferrocarril Corumbá-Santa Cruz. “Nadie era mejor que yo pa la hacha” decía. Me hacía hasta 20 durmientes al día». Recordó con lujo de detalles la construcción del puente del río Tucavaca. “Yo me zambullía para asentar los cuchis en sus bases”. Recordó a mi abuela Aurora. “Era muy bonita y petisinga”. Se acordó de mi padre. Se acordó del día en que nací. Fue a las doce, “matamos una gallina pal locro, ese día”. Cuando llegó la hora del café, me dijo: «me gusta hablar con vos, te espero en tu próximo viaje».

Después de almuerzo visité a la profesora Nilsa Moreno y a su hermano Lucho Moreno, ambos distinguidos y meritorios profesores, de conducta intachable y  espíritu solidario. Nilsa todos los meses contrata un micro y recoge casa por casa a los ancianos del pueblo para ir a Roboré, a cobrar su renta Dignidad. El profesor Lucho es el presidente del Comité Pro Templo.

Volvió la lluvia. Otra vez las calles-ríos, otra vez a resguardarse en las casas. Yo, feliz, viendo cómo baja el agua por la calle de la vereda derecha de mi casa. Me parecía que corría apurada para llegar al río, 200 metros más abajo.

Recordé a mis hermanos y vecinos corriendo bajo la lluvia. Cuando salían a jugar con el rodantil, un círculo de hierro recortado de la parte superior de un turril, al que empujaban con la mano o con un alambre curvo en el extremo inferior. Recordé a mi madre, sentenciándolos “van a ver si se enferman, inyecciones les vamos a poner”, y mi padre decía “dejalos, Ina, son niños, que disfruten”. Eran otros tiempos.

En Santiago, parece que se acaba la vida de pueblo. Ha llegado el progreso de la mano de la carretera asfaltada Santa Cruz – Puerto Suárez. Hace un año se inauguró también la carretera asfaltada Roboré – Santiago. Ahora es posible llegar en 5 o 6 horas a Santiago de Chiquitos, desde Santa Cruz.

La gente del pueblo está feliz por el aumento de turistas. Se han creado hostales y hay un gran hotel con todas las comodidades. La mayoría de los hogares del pueblo se prepara para dar hospedaje a los visitantes. “Es de esperar que desarrollemos una cultura turística que permita que en cada casa se puedan alojar turistas”, dice Mary Pacheco.

Me apresto a salir de casa rumbo a Santa Cruz. Paso por la iglesia a despedirme del Patrón Santiago. En el camino me encuentro con amigos que me cuentan que ha sucedido un hecho vergonzoso: una vecina denunció a un profesor por haber abusado de su propia hija y haberla embarazado.

El cielo lloraba cuando salí de Santiago. Me  acompañaba don Julián Calle, maestro albañil y buen compañero de viaje por conversador.

Llegamos a Roboré y cargamos gasolina en el nuevo surtidor. Pasamos Chochís y, pese a la lluvia, tomé algunas fotografías. Por San José de Chiquitos pasamos de largo.

Don Julián, orureño de nacimiento, tenía apuro por llegar a Santa Cruz y unirse a la entrada folklórica de los orureños, en homenaje al grito libertario de 1781. Esta fiesta se realiza en la doble vía a La Guardia. Ojalá no esté lloviendo en Santa Cruz, decía.

Para don Julián Calle, que se precia de haber conocido muchos pueblos de Bolivia, no hay un lugar mejor para vivir que Santiago de Chiquitos. “Allí sí que se disfruta de la vida”, dice. «Habiendo trabajo, uno puede vivir sin salir de ese pueblo hermoso». Él cree que la carretera le cambiará el ritmo de vida al pueblo y que habrá mucho trabajo en la construcción.

Al llegar a Pailón, que es donde termina Chiquitos, la lluvia empezó a disminuir hasta desaparecer por completo.

Atrás quedaba Santiago, con sus bellezas naturales, sus actividades y su estilo de vida tan peculiar. Recordé a Mario Vargas Llosa y su lectura de la vida de los chiquitanos. En retrospectiva, vi al nobel bailando con los niños, ataviados ellos con sus mejores indumentarias. Vi a Nicolás Cuéllar dirigiendo su orquesta típica y tocando la flauta. Escuché una chobena chiquitana muy conocida.

Su peaje por favor, escuché. Fin del encanto, ya estábamos en Santa Cruz. Me invadió la nostalgia de lo vivido y, a la par, el temor por la ciudad, por el tránsito de vehículos. Pensé en los policías que están a la espera del primer descuido u olvido para sancionar. Me acordé de los asaltos y atracos que los medios de comunicación informan y, en algunos casos, magnifican. En fin, es otro mundo, me dije.

Al entrar a la ciudad empezó a llover nuevamente.

Para dejar a don Julián en su casa ingresé a la Villa Primero de Mayo por una avenida que empieza al frente del matadero municipal. Pasamos un trillo e ingresamos a la avenida Cumavi por el Quinto Anillo. Eran como las nueve de la noche y, no sé si por la lluvia o porque veníamos llegando de un ambiente de infinita tranquilidad, me puse nervioso, estresado, diría un amigo.

En cinco horas había cambiado todo mi entorno. Estaba en la gran Santa Cruz de la Sierra. El lugar de mi trabajo. De mi familia. De mis amigos. De mi nueva vida.

Aceleré un poco, ya quería llegar a mi hogar, con mis hijos. En el trayecto vi un accidente de tránsito, los conductores discutían. Llegó la Policía. Se empeoró, pensé, y seguí.

  • Cómo le fue, papá – me dijo mi hijo Fernando, mientras me ayudaba a descargar las frutas, unas compradas y otras
  • Bien, querido hijo.
  • En el próximo viaje lo acompaño.
  • Te invito.

Esta crónica se elaboró en el marco del Taller de Crónica Periodística de la UEB.

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