REPORTAJE
Por: Abraham Carrillo Aruquipa
“Aquí la cosa es sin zapato”. Atento y amable pero firme con su hábito, Piraí Vaca inicia la entrevista. Tres pares de zapatos y un par de sandalias en la entrada muestran que la tradición de los pies descalzos en los espacios del guitarrista es una norma que todos los visitantes deben acatar.
En su estudio, adornado con tres repisas de galardones, unos “tocos” (taburetes) y equipos de sonido, el maestro prepara su siguiente concierto, uno más que se sumará a la hilera de exitosas presentaciones de una carrera que comenzó en 1977, cuando ingresó al Instituto de Bellas Artes de Santa Cruz.
Al igual que los trabajos de Lorgio Vaca, su padre, la vida artística de Piraí fue tomando forma en algunas estaciones de su existencia.
De niño, recibió una guitarra española como regalo a sus nueve años. Ya como hobby, cinco años más tarde, tocaba el instrumento junto a dos compañeros, uno de ellos -el que tocaba mejor la guitarra-, con mayor “madurez”, condición que en su adolescencia entendió como alguien más expresivo. “Este amigo hablaba con las mujeres con más naturalidad”, comenta; “en cambio el otro, que sabía tocar menos, era introvertido”. Su juvenil conclusión fue que la madurez y el tocar bien la guitarra iban de la mano.
Sus estudios en el colegio más bien le resultaban una impertinencia pues no estimulaban ni alimentaban su naciente pasión por la música. “Nadie me preguntó qué me gustaba o qué quería hacer. El colegio es un lugar donde se forman autómatas”, comenta. Esperó terminar su ciclo estudiantil para dedicarse a practicar guitarra, ocho horas al día como él quería.
Para estudiar “en serio”, viajó a la Argentina. Era el mejor de la clase. Un año después ganó una beca a Cuba. Le cambiaría la vida.
“Cuba es el país donde mejor se enseña a tocar guitarra. La gente en la calle toca el instrumento y lo hace muy bien”, explica Piraí Vaca. Una vez en el Instituto Superior de Arte de La Habana, el artista boliviano sentía que era el peor en el curso, un sentimiento que inició una de sus crisis más grandes, una crisis aumentada por la exigencia de uno de sus maestros de participar en un concurso internacional.
“Estudié como cabrón”, resume Piraí.
Una bendición y una maldición a la vez. Su sentido de responsabilidad hacía que las prácticas con la guitarra duraran hasta 14 horas al día. “Llegué a amar a la guitarra como el Principito amó a su rosa; fue por el tiempo que le dedicaba”. El guitarrista relata que ese fue el inicio consciente de la fuerte relación con su instrumento. Tenía 22 años.
La interpretación de la sonata de Alberto Ginastera fue aplaudida por el público y destacada por el jurado. Fue el primero de las decenas de premios que recibiría el artista. Es un grato recuerdo, pero los tiempos para él han cambiado. “Ya no tocaría esa música, es música contemporánea donde no hay tonalidad, es una obra con un lenguaje raro, no me interesa tocar ese tipo de música. Ahora me interesa hablar un lenguaje que todos entiendan y que sirva de algo”, expresa.
La cosmovisión de Piraí Vaca es ahora distinta. Aprendió a los 30 años que la música es un método de conocimiento y un canal por el cual se puede transmitir lo bello de la vida. Aprendió que la música es un ente y un ser que toca a las personas.
El artista perfeccionó su técnica con más estudios. En Estados Unidos cultivó el lado intelectual y estético de la música; en Alemania sobresalía lo espontáneo. Y los premios y reconocimientos fueron sumando por decenas.
Y ¿por qué camina sin zapatos? Dos son las respuestas del artista. La primera es que, los zapatos fuera, son una representación que las energías negativas no deben traspasar la puerta. Y, por otro lado, el estar descalzo ayuda a que la persona tenga un mejor contacto con la naturaleza, lo que algunos llaman la Madre Tierra o la Pachamama.
Este texto se elaboró en el marco de la Maestría en Comunicación Periodística UEB-UNESCO.