Lorena tiene siete años cuando sus padres se separan y el “equipo” de once -ella es la sexta de nueve hermanos- se divide en dos. Lorena queda en el “equipo” del papá -radialista deportivo y taxista- y combina su condición de estudiante con la de precoz ama de casa hasta sus quince años, cuando decide ir a vivir y trabajar en la pensión de sus hermanas mayores en la estación de trenes de Puerto Quijarro. En esta población fronteriza con Brasil, Lorena atiende las mesas y también cocina para los viajeros. Cuchillo, cucharón, cucharas de palo, sartén, olla, espumadera y platos son sus herramientas de trabajo. También, esponja, detergente y bombril.
Lorena ahora tiene veinticuatro años. Está bajo un toldo limpiando restos óseos. Viaja constantemente a distintas provincias de Santa Cruz. A veces le toca caminar varios kilómetros, acampar en sitios aislados de toda comodidad, dejar de ver a su hijo varias semanas, ser picada por los mosquitos, estar horas y horas bajo el sol, a 30, 35, 37, 40 grados. Pincel, cepillo de dientes, carpicola, barilejo y brocha son ahora sus herramientas de trabajo. También picota, pala, brújula y Gps. Lorena es técnica en arqueología.
Cuatro varones y cuatro mujeres -contando a Lorena- son los únicos Auxiliares Técnicos en Excavación y Manejo Arqueológico en el país. Durante un año, el 2012, se formaron en la Escuela Taller de la Chiquitanía, en San José de Chiquitos. De los nueve que iniciaron la carrera, ocho la culminaron y se titularon. De los nueve que iniciaron la carrera, solo uno sabía algo muy básico de lo que era la arqueología y estaba interesado en estudiar esa carrera; el resto no tenía la mínima idea.
Cuando salió bachiller a los 20 años, Lorena pensaba viajar a Santa Cruz y estudiar Hotelería y Turismo, pero le dijeron que era muy caro y, con sus Bs. 800 ahorrados, no llegaba ni a pagar la matricula. Por eso tuvo que parar las orejas cuando, desde un vehículo, un sujeto cantaba por megáfono la posibilidad de ganarse becas para estudiar en San José de Chiquitos. Como tenía ganas de estudiar “algo” -cualquier cosa que la saque de lavar platos-, decidió postular y dio un examen en la alcaldía quijarreña en diciembre de 2011.
“Éramos treinta y solo eran cinco becas”, rememora, mientras señala febrero de 2012 como la fecha en que recibió la llamada que le anunciaba que ganó una beca por haberse destacado en la prueba. La misma constaba de preguntas de cultura general y algo de matemáticas. “Me dijeron que debía ir a San José. Yo solo conocía Santa Cruz, Roboré y El Carmen Rivero Torrez, pero solo había estado de paso en San José. Me dijeron que me iban a dar techo, comida y todo”, cuenta Lorena y detalla que había seis carreras en la Escuela y que podía elegir entre las que no estaban copadas: arqueología y jardinería.
“De arqueología no tenía conocimiento, pero por curiosidad la tomé y porque era la que tenía menos estudiantes”, cuenta con una voz suave y pausada, mientras su rostro redondo, su pelo y ojos castaños se sumergen en uno de esos recuerdos que parecen dejar huella. “Me dieron beca completa, estudio, alimentación (desayuno y almuerzo) y vivienda. Lo malo fue que, ya estando en San José, me enteré que la comida era de lunes a viernes, y los sábados, solo si teníamos clases. Los fines de semana, el director de la Escuela nos decía ‘que Dios los ampare’. Los primeros domingos me las vi muy mal: me echaba a dormir, me levantaba a tomar agua y volvía a dormir para que no me dé hambre”.
Lo que más impresionó a Lorena al principio no fue la beca, ni la arqueología, sino el desayuno y el almuerzo diario y gratis. El amor por la arqueología nacería luego, con una barriga llena, y no solo de alimentos. A mediados de ese año, Lorena quedó embarazada de su esposo, que trabajaba en el campo. “La Escuela me abrió una cuenta en una tienda para ayudarme”, comenta. Así pudo seguir estudiando mientras en su vientre crecía Gabriel, quien padecía una enfermedad que los médicos no pudieron precisar durante más de un año. “Constantemente tenía fiebre”, cuenta Lorena y añade, que después de vender todas sus cosas y quedar solo con la ropa del cuerpo para pagar los gastos médicos, se lo “entregó” a Dios: “Lo encomendé al Arcángel Gabriel y, poco a poco, mi hijo fue sanando, aunque le afectó un poco su crecimiento”.
Fue así como, en un par de años, de lavar platos y cocinar para los viajeros, Lorena pasó a ser madre y una de los ocho jóvenes cruceños que aprendieron a “leer la tierra”.
Ahora está sentada frente a una carretilla que contiene una carpa azul sobre la cual un esternón humano milenario está fosilizado en barro greda. Mientras conversa, sus colegas trabajan limpiando y tratando de rearmar un cráneo. Limpian un polvo color ladrillo de huesos de 500 años de antigüedad con la naturalidad de quien limpia una mesa con un plumero.
El lugar está ubicado en el Centro de Educación Ambiental (CEA), en el tercer anillo de la radial 10, una moderna infraestructura de Bs. 50 millones recién inaugurada por la Gobernación de Santa Cruz. Los arqueólogos tienen una oficina temporal en uno de los confortables ambientes y, en el depósito de herramientas que está al fondo del terreno, han improvisado un “pequeño laboratorio”, un cuartito con pinta de construcción ochentera, que contrasta con el moderno edificio de ladrillos y cristales. Para llegar allí, hay que pasar unos matorrales ralos y llegar a la sombra de un árbol frondoso que regala sombra a los trabajadores y que sirve de vestíbulo al cuartito que, además de las herramientas arqueológicas, guarda la urna de un esqueleto completo de más de mil años hallado en un cementerio prehispánico en San Julián y celosamente custodiado por una puerta de madera doblada a consecuencia de la lluvia y un candado pequeño y tan seco como los huesos.
Danilo Drákic, arqueólogo cruceño llegado en 2011 a Santa Cruz, luego de pasar 15 años estudiando y trabajando en México, apunta la hipótesis de un cementerio precolombino en San Julián, que fue descubierto accidentalmente en 2014, cuando maquinaria de la subalcaldía del lugar removía el terreno para continuar con el crecimiento urbano.
Antes de empezar cualquier excavación, Danilo hace un rito en el que deben estar presentes los excavadores: Se fuma un cigarro, echa ceniza y hojas de coca al suelo y las desparrama mientras pide “permiso” diciendo que allí van a excavar con fines científicos, que no es por nada malo.
Cuando se le pregunta qué hace un esqueleto milenario en un cuartucho ¿y si alguien entrara a robar?, Danilo se limitar a decir que cualquiera que allí ingresara, simplemente se llevaría un susto con el esqueleto.
Mientras tanto, Sergio está uniendo los huesos de un cráneo con carpicola, como si se tratara de una de esas clases escolares de manualidades con palitos de picolé.
De ordeñar vacas a “leer la tierra”
Se toma el Corredor Bioceánico y, 60 kilómetros antes de San José, está Ipiás. De allí se debe desviar 40 kilómetros hacia el sur por un camino de tierra. Así explica Sergio cómo se llega a Buena Vista desde Chiquitos, un pequeño pueblito de donde es oriunda su madre. Sergio tiene seis hermanos, él es el penúltimo y el único que ha estudiado una carrera (los otros son comerciantes, obreros y amas de casa) y, para alivianar un poco el peso del hogar, a los 15 años debió ir a Quijarro para poder cursar la secundaria.
La familia de su padre, oriundos de Roboré pero afincados en Quijarro, le dio una mano. Su tío, que es ganadero, lo recogía de su cuarto a las cuatro de la madrugada en su camioneta. “Yo ordeñaba y él colaba la leche”. Luego pasaban por su tía y, a las siete en punto, llegaban al mercado, donde su tío vendía la leche, y su tía hacía compras para su restaurante de pollos al spiedo. Sergio le ayudaba a preparar los pollos, se iba a su cuarto a hacer tarea, y retornaba a medio día para ayudar a atender a la clientela y almorzar, y luego irse al colegio.
“Cuando salía de clases, a veces iba a ayudar de nuevo en la noche o, si tenía mucha tarea, me iba a mi cuarto”, recuerda. Por esta rutina de trabajo, Sergio recibía Bs. 700, de los cuales usaba Bs. 450 para pagar su alquiler. Fue así que pudo salir bachiller.
Al igual que Lorena, Sergio había escuchado el megáfono que recorría las calles de Quijarro ofreciendo las becas en la Escuela Taller de la Chiquitanía, pero no le llamó la atención. Él deseaba estudiar agronomía, pero para ello tendría que haber viajado a Santa Cruz, y no tenía ni contactos ni dinero, así que su plan era, junto a su primo Pablo, trabajar como ayudante de soldadores en una fábrica de aceite que se empezaba a construir en Quijarro, y luego ver la posibilidad de seguir estudiando. Pero todo cambió cuando en diciembre de 2011 fue a pasar las fiestas de fin de año con sus padres a Buena Vista de Chiquitos, y un profesor de un pueblo cercano, que además era marido de su tía, le comentó sobre las becas y le aconsejó postular. Junto a su primo Pablo rindió la prueba y ambos ingresaron a la Escuela Taller.
“No tenía idea de qué era arqueología. Como obtuvimos los últimos cupos, debíamos elegir entre carpintería, que no convencía mucho, y arqueología. Por curiosidad, elegimos arqueología. Nos dijeron que era para trabajar en el campo, excavando, así que me gustó”, relata Sergio, 24 años, de risa fácil y espontánea que aligera un poco esa seriedad que expresa su figura robusta de 1.75 de altura.
Durante su niñez, Sergio acostumbraba ir al río y a la cancha a jugar pelota, las únicas distracciones de la que gozaban los niños en Buenavista, pero también, desde los nueve años -“era muy prendido a mi padre”- acompañaba a su progenitor a pescar los fines de semana y a cazar cada quince días. Pirañas, bagres, bentones, chanchos, urinas, huasos y antas eran parte del menú familiar.
Cuando ya era adolescente se internaba 8, 10 o más kilómetros en el bosque, junto a su padre, para sacar madera (roble y tajibo) y venderla a un aserradero. Tal vez todo eso explique un poco mejor su frase: “Nos dijeron que -la arqueología- era para trabajar en el campo, así que me gustó”.
Luis Miguel llega a Santa Cruz
“En la Escuela Taller de la Chiquitanía no todos necesariamente son bachilleres y algunos son muy jovencitos. Por eso nos pusimos una norma: seleccionamos aleatoriamente a gente que tenía título de bachiller y a gente que no sabía qué estudiar, ja ja ja ja, o que estaba en albañilería u otras carreras, porque nadie sabía qué era la arqueología. Fue un poco al azar, a la suerte”. Este es Luis Miguel Calisaya, arqueólogo paceño de 33 años, moreno y delgado, de hablar educado, formal, y que desempolva su risa de niño cuando se le atraviesa un recuerdo que guarda en la carpeta de archivos que le parecen graciosos.
Luis Miguel fue parte de la serie de sucesos ‘puente’ por los que pasaron Lorena y Sergio, de batir, raspar y lavar ollas, y de ordeñar vacas, a excavar y aprender a ‘leer la tierra’.
A inicios de febrero de 2012 comenzaron las clases en la Escuela Taller de la Chiquitanía. Sin embargo, los nueve jóvenes que “por curiosidad” eligieron estudiar arqueología, tuvieron que esperar un par de semanas para comenzar a estudiar, puesto que el profesional que dirigiría su carrera aún no llegaba desde La Paz.
Cuando Luis Miguel arribó a Santa Cruz y se presentó en la Escuela Taller, Lorena, Sergio, Víctor, Yomara, Pablo, Rodrigo, Rossy, Guadalupe y José recién empezaron a despejar sus dudas y conocer de qué se trataba la arqueología. Fue en una de las primeras clases que Pablo (“era un loco”, dice su primo Sergio) se sinceró con Luis Miguel: “Quiero estudiar arqueología para encontrar oro y hacerme rico”, era más o menos su idea, según recuerdan sus compañeros. Pablo fue el único de los nueve que no se graduó, pues se retiró una semana antes de que concluyera el curso.
Pero, ¿cuáles fueron esos sucesos ‘puente’ que permitieron que estos nueve jóvenes de las provincias Chiquitos y Germán Busch sean hasta el momento la única generación de técnicos arqueólogos del país? Habría que retrotraerse a la creación de las Escuelas Taller que se originan en España con dos propósitos: acoger a jóvenes en situación crítica, por deserción escolar o laboral, para reinsertarlos en la sociedad; y, por otra parte, formar mano de obra para la restauración de patrimonio cultural, para lo cual no se necesita especialistas sino técnicos.
En Latinoamérica, estas Escuelas se crean a partir de las declaratorias de diferentes sitios como Patrimonios Culturales de la Humanidad, y son impulsadas por la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (AECID) en países como Chile, Ecuador, Perú, Colombia, Uruguay y también Bolivia.
En Bolivia, con la declaratoria de Potosí como Patrimonio Cultural en la década de los ’80 del pasado siglo, la AECID creó en esa ciudad un taller para jóvenes en situación crítica, donde se los formó en albañilería, para restaurar edificios históricos e iglesias; carpintería, para restaurar altares, cuadros y portales; y cerrajería, para los trabajos en metales. Luego sucedió lo mismo cuando se dio la declaratoria de Patrimonio en Sucre. Y lo propio aconteció en las Misiones Jesuíticas.
La Escuela Taller de la Chiquitanía forma a técnicos en restauración del patrimonio en cinco especialidades: albañilería, bienes muebles, forja metales, carpintería y artesanías. Sin embargo, para 2012 abrió excepcionalmente la carrera de Auxiliares Técnicos en Excavación y Manejo Arqueológico. ¿Por qué solo durante esa gestión? Luis Miguel Calisaya refiere que se necesitaba mano de obra para realizar excavaciones en Santa Cruz la Vieja (lugar donde en 1561 fuera fundada Santa Cruz de la Sierra, hoy un parque nacional histórico), así que por iniciativa de Félix Cruz (cubano), director de la Escuela Taller, y el arqueólogo José Antonio Espada (español), se planificó la carrera. El reducido mercado laboral para estos técnicos hizo que únicamente se abriera en 2012, pues solo podrían trabajar en instituciones públicas como la Gobernación y los municipios. Actualmente cuatro trabajan en la Gobernación y los otros cuatro no se desempeñan en el área.
El paceño con nombre de cantante llegó a trabajar en la Gobernación en 2011 y fue contactado por el director de la Escuela Taller, Félix Cruz, a fin de que colaborara al arqueólogo español Montes, que había sido contratado por el municipio josesano para realizar trabajos en Santa Cruz la Vieja. La Escuela tenía antecedentes en formar jóvenes para conservar el patrimonio, pero no a nivel arqueológico; por eso, los tres decidieron convencer a la Alcaldía para financiar el traslado y la merienda de los jóvenes de la carrera de albañilería con el objetivo de empezar a excavar en Santa Cruz la Vieja.
El lugar todavía era “todo un monte” y solo estaba encerrado parcialmente. “Excavamos con ayuda de diez estudiantes de otras carreras, como jardinería, albañilería, metales, es decir, un grupo improvisado como mano de obra para ayudarnos”, relata Luis Miguel. Allí surgió la idea de formar técnicos auxiliares con conocimiento en arqueología para realizar estos trabajos.
Con ese grupo improvisado, los arqueólogos descubrieron los primeros muros de piedra en el sitio. “Cuando todos los grandes historiadores de Santa Cruz decían que en la ciudad vieja solo había pahuichis, chozas muy pobres, cuando empezamos a descubrir muros de piedra de un 1 m a 1.4 metros de ancho y de 30 metros de longitud, causamos asombro en mucha gente.
“Ahí le dije al español que formáramos técnicos en arqueología, y él dijo que en su país los había y se los conocía como ‘peones en arqueología’. Yo sabía que, desde la Universidad Mayor de San Andrés, de La Paz, que es el único lugar donde se forman arqueólogos en Bolivia, nos iban a criticar muy duramente. Ellos no toleran otro nivel que no sea el de licenciatura, aunque saben que cuando se va al campo a excavar, se precisan personas cualificadas y no cualquier obrero, así como un arquitecto o un ingeniero requieren un topógrafo, que es un operador técnico”. Así, cuenta Luis Miguel, la idea que se consolidó junto a Félix Cruz y José Antonio Espada.
¿Cómo se forma un técnico en arqueología?
“Para lograr que los políticos valoren a los jóvenes, me enfoqué en el hecho de que provienen de familias humildes, de provincia. Estamos dando oportunidad a jóvenes cruceños nacidos en los alrededores de Santa Cruz la Vieja y, al mismo tiempo, estamos haciendo un aporte a la sociedad, forjando a los primeros arqueólogos. Se trata de personas que no se imaginaban llegar al lugar donde están, han luchado para llegar; ahora trabajan en una institución pública y tienen una vida diferente a la de sus compañeros de colegio y, quizás, mejor a la que hubieran tenido quedándose en sus pueblos”, relata Luis Miguel, quien también subraya que, si bien el trabajo de estos jóvenes es desconocido porque la gente no valora la arqueología, el aporte ha sido doble: profesional, para ellos, y cultural, para Santa Cruz.
“Todos quisiéramos que haya arqueólogos cruceños, gente de esta tierra que descubra e investigue sobre la cultura cruceña. Eso es un proceso largo”, agrega el paceño y remata: “A raíz de esto, cuando la Gobernación presentó la maqueta de Santa Cruz la Vieja, trajeron a los muchachos a la presentación e hicieron todo un show (ríe). La gente comienza a conocer su trabajo. Si bien nosotros los arqueólogos descubrimos e investigamos, en medio de esas dos etapas hay un trabajo minucioso de excavar, limpiar, clasificar, que hacen los técnicos”.
Crear una carrera implicó elaborar un pénsum, indagar lo que se había hecho en Cuba y España, elaborar un programa sobre técnicas de arqueología, habilitar un ambiente en la Escuela con materiales y herramientas propicias, y poder disponer del auditorio y las aulas para pasar clases.
Luis Miguel Calisaya era quien profundizaba los conocimientos sobre arqueología entre los muchachos. Con él aprendieron lo básico de la formación de los arqueólogos: técnicas de campo, pero también lectura, compilación bibliográfica, estadística, matemática, filosofía, estudio comparativo y teoría. Ellos también pasaban otras materias, como ortografía, diseño técnico, matemáticas, computación y seguridad laboral, para tener una formación completa.
Así resume Calisaya los pasos que hacen los arqueólogos en el campo: 1) prospectar: manejar brújula, leer mapas, manipular GPS, interpretar fotos satelitales e identificar, según la topografía y el campo colorimétrico, si existe algo debajo de la tierra; 2) excavar; y 3) manipular materiales: colocar en bolsas, etiquetar, lavar y guardar cada tipo de material según el tratamiento especial que requiere.
“Yo les he enseñado los principios básicos y ellos ahora tienen la capacidad, cuando están con barilejo y brocha, de reconocer muros de 1.500 años de antigüedad, cuando la gente común solo ve unas manchas; ellos saben cómo descubrir restos óseos, en qué condiciones ambientales y cómo recuperarlos para estudiarlos en laboratorio”.
Los técnicos arqueólogos también deben tener un buen estado físico porque excavan con pala y picota, y están bajo el sol, limpiando huesos. El trabajo es agotador, a tal punto que el sol fuerte puede ocasionar que las cosas se vean de forma confusa. “Al comienzo decían ‘no veo nada’, pero ya les enseñamos a ‘leer la tierra’, para lo que se requiere de conocimiento memorístico, técnico, así como preparación física estable, porque a veces caminamos kilómetros por el monte, macheteando; también se excava con picota y eso es un desgaste físico terrible. A veces acampamos, corremos peligro de sufrir ataques de animales, picaduras de bichos o de serpientes, y hasta tenemos contratiempos con propietarios de terrenos por los que debemos pasar. Un par de veces nos han detenido, nos han querido pegar, pero lo hemos resuelto, no han sido problemas muy fuertes”, comenta.
Las primeras clases teóricas fueron alternadas con las primeras prácticas en la Casa del Bastón (Cabildo indígena) en el Casco Viejo de San José, una de las casas más antiguas de este municipio cruceño. Allí, aprovechando que los estudiantes de albañilería de la Escuela Taller estaban realizando una refacción, hicimos algunas excavaciones y encontramos fragmentos de cerámica y restos óseos de animales, y aprovechamos de ver los tipos de tierra, los estratos, como para que los jóvenes se familiarizaran con las capas, lean la tierra”.
Todo este conocimiento y destrezas tuvieron que ser plasmadas en una práctica final, consistente en la aplicación de un método conservacional (protocolo para conservar) para los muros descubiertos en Santa Cruz la Vieja (de 500 años de antigüedad, con toda la responsabilidad que eso conlleva). Esa fue la tesis que defendieron ante un tribunal para obtener su título luego de nueve módulos cursados en un año”.
Yomara y Víctor
Yomara y Víctor son los otros dos jóvenes que trabajan actualmente en la Gobernación. Víctor es oriundo de San José y es el cuarto de ocho hermanos. Su padre trabajó de obrero en una empresa y ahora es chofer de volquetas y cisternas; su mamá, ama de casa y costurera. Al igual que Sergio, tuvo que irse a Quijarro a casa de sus abuelos para allí terminar sus estudios y trabajar como ayudante de sus tíos albañiles (“Siempre me pregunté cómo se hacía una casa, cómo se construye…”).
En 2011, al igual que tres de sus hermanos, se fue a estudiar a Sucre, donde le consiguieron media beca en Infocal y obtuvo el título de técnico medio en cerrajería. Ese viaje tuvo en él cierta incidencia para inclinarse por arqueología cuando volvió a San José y se enteró, a través de la radio, de la Escuela Taller. “Me llamó la atención porque había visto películas sobre excavaciones, pero no sabía bien a detalle lo que se hacía. Como en Sucre conocí el Parque Cretácico (donde existen huellas de dinosaurio), que es fenomenal, fantástico, eso me incentivó a conocer la arqueología”, rememora.
Yomara Yubinka Céspedes Barbosa, 22 años, también es de San José de Chiquitos. A diferencia de sus anteriores tres compañeros, estudió desde el primer grado hasta el bachillerato en San José. Ya había puesto en marcha sus planes al acabar el colegio: quería estudiar gastronomía. Con esa finalidad estaba trabajando como copera en el restaurante del hotel Turubó, frente a la plaza. Pretendía reunir dinero para estudiar en Santa Cruz. Sin embargo, su madre, que quería que su hija siguiera estudiando, fue a la Escuela Taller y presentó toda la documentación de Yomara y su hermana Rossy Guadalupe. “No me gustaba jardinería y, por curiosidad, entré a arqueología; no sabía nada, pero luego me fue gustando”, comenta.
Siguió trabajando en las noches en el restaurante mientras estudió. Actualmente trabaja hace dos años en la Gobernación, pero no pierde de vista la gastronomía. “Me gusta cocinar, aprendí mirando de mi madre”, comenta Yomara, que es la tercera de seis hermanos, criados por su papá albañil y su mamá ama de casa, quien ahora le ayuda cuidando a su bebé de cuatro meses.
Los otros cuatro jóvenes no están trabajando en el equipo de arqueólogos de la Gobernación debido a un recorte de persona. Y en el municipio josesano no existe ningún proyecto que les permita ejercer su oficio.
Aspiraciones
Víctor conocía Santa Cruz la Vieja pero nunca se imaginó llegar a trabajar excavando ese lugar. Cuando era niño pasaba por allí haciendo la caminata de la Virgen de Urkupiña hacia el Valle de la Luna y “veía pequeños montones de tierra que para mí no tenían ningún significado”. Pero ahora todo cambió. “No puede ser que por aquí pasaba, pisando algo que es histórico”. Recuerda que todos quedaron impresionados cuando hallaron los primeros restos de cerámica en el lugar, además del edificio de la Gobernación y los muros del templo de La Merced.
A Yomara en un principio no le gustaba ir a Santa Cruz la Vieja porque “era monte y lleno de mosquitos; aún no había nada excavado”, pero cuando empezaron las excavaciones y se descubrió lo que había debajo de la tierra “fue increíble, porque era tal como lo decía la historia”. Encontraron madera de los altares carbonizados del templo La Merced y eso la emocionó.
Sergio dice que le parece increíble estar contribuyendo a la historia y cultura de Santa Cruz con su trabajo. “Estos descubrimientos permiten profundizar cada vez más en los conocimientos sobre los orígenes de la cruceñidad”, asegura.
Por su lado, para Lorena, la arqueología ahora es su vida y su pasión, y no se ve haciendo otra cosa. Ahora está revisando una lámina con los nombres de cada uno de los huesos del esqueleto.
Y así transcurre la vida de estos jóvenes técnicos arqueólogos cruceños, que aprendieron a “leer la tierra” para poder seguir escribiendo la historia de Santa Cruz. Tienen lo que para algunos de ellos es un trabajo digno y, para otros, una pasión. También tienen sueños: seguir estudiando y descubriendo cosas, para contarles a los cruceños y al mundo lo que hay bajo la tierra.
Actualmente dividen su tiempo entre la escultura de piedra “El Viborón” de Santa Ana de Velasco, elaborada con lava volcánica antes de la conquista; el cementerio milenario de San Julián; los restos arqueológicos en Comarapa; los jeroglíficos en el cerro El Mutún; y la pirámide circular descubierta en Mairana. Pero su sitio favorito es Santa Cruz la Vieja.
Esta crónica se elaboró en el marco de la Maestría en Comunicación Periodística UEB-UNESCO.