Bajo una temperatura de 34 grados y teniendo al sol como su principal enemigo, los somoseros, como se los conoce en Santa Cruz, han hallado en la venta del somó un medio de subsistencia.
Son las 15:00 horas de un domingo y don Roberto se encuentra en las afueras del estadio Ramón ‘Tahuichi’ Aguilera. Se enfrentan Oriente Petrolero y San José. Hinchas y fanáticos del fútbol acuden masivamente, al igual que los vendedores ambulantes que aprovechan la ocasión para vender sus productos.
“Papitaaaas, pipocaaaas, hamburguesaaaa, somóóóó: niño, niña, señor, señorita”, se escucha en medio de las conversaciones, silbidos y el ruido de los autos.
Roberto lleva puesta una gorra, una camisa manga larga, un pantalón azul y unos zapatos negros desgastados y llenos de polvo.
– ¿Somó, niña?
– Uno, por favor.
Con la mirada desconfiada y un poco de timidez, Roberto responde a la charla de cliente curioso. Dice que es de Minero, pueblo caracterizado por la agricultura y la ganadería, que vino a Santa Cruz a buscar mejor suerte, y que fue a través de un amigo que empezó a vender somó.
“En la vida hay que dárselas de todo, no hay que estar de vago. Al principio me daba vergüenza estar ofreciendo somó y caminar con mi carrito, pero luego me fui acostumbrando y, como me ve, ya estoy dos años en esto”, cuenta.
Roberto sale todos los días a las seis de la mañana de su casa, encomendándose a Dios para que le vaya bien. Toma un micro, o quizás dos, y en una hora llega a su fuente laboral que está ubicada a una cuadra de la rotonda del Chiriguano, en un garaje de puertas negras. Allí, hombres, mujeres e incluso niños, acuden para alistar sus carritos y salir a vender.
“En mi trabajo hay unos 40 carritos somoseros, aunque también están los de hamburguesas y raspadillos. Todo es del mismo dueño. Cuando yo llego, el somó ya está listo, solo tengo que echar el azúcar y el hielo. Ellos te dan 4 kilos de azúcar para un balde de somó, una barra de hielo, vasos y cucharillas. Por todo eso tenés que entregar una renta de 105, 108 o 113 bolivianos. Para vos queda el resto de lo que vendés; eso sí, si te falta el azúcar o el hielo que siempre tenés que comprar durante el camino, sale de tu bolsillo”.
De sus jefes, Roberto prefiere no hablar. A lo mucho señala que son paceños y que solo les importa que le traigan la renta del día. “No tenemos ningún seguro; si te enfermás o accidentás, es tu problema. En dos oportunidades me salvé de ser atropellado”, dice.
Del lugar donde se prepara el somó dice que es limpio casi siempre, pero que una vez vinieron los de la gendarmería y encontraron tres carritos sucios. Los dueños tuvieron que pagar coima para que no clausuraran el negocio.
Roberto tiene un recorrido que abarca desde el segundo anillo hasta el cuarto, empezando desde la rotonda del Chiriguano, pasando por el mercado La Ramada, las avenidas Grigotá e Irala, la Plazuela Blacutt, el Parque Urbano, la terminal Bimodal, la Feria Barrio Lindo, hasta llegar al Cambódromo. Las rutas y atajos varían, pero los mercados, plazas, parques, colegios y empresas son sus puntos estratégicos, donde está su mayor clientela: estudiantes, trabajadores, secretarias, taxistas, comerciantes y transeúntes.
“Yo camino varios kilómetros, me voy lejos porque aquí en el centro hay muchos vendedores y tenés competencia, unos lo venden el somó más barato, otros más caro. Hay de todo. Están también los heladeros y los refresqueros. A mí ya mucha gente me conoce y me compra, saben que vendo un somó bueno y no como otros que más es agua lo que venden por el hielo que le echan o porque su somó está fuerte ya que saben guardarlo hasta el otro día y la gente de eso se queja”, indica.
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Al Igual que Roberto, Juana es somosera. Juana es madre de tres hijos y es oriunda de Potosí. Tiene la piel tostada por el sol y usa un sombrero que le cubre la cabeza. También usa camisa manga larga. Ese es su atuendo en pleno febrero. No se queja del calor.
Juana se encuentra por el Parque El Arenal. Camino a su lado. Son las 12:30 y ella dice: “Tengo que ir a comprar almuerzo para mi hijo”. Nos acercamos a los comercios que se encuentran alrededor del parque, cuenta sus monedas y pide dos platos de piquemacho. Nos dirigimos hasta las afueras de una iglesia cercana donde espera su hijo, que también tiene otro carrito de somó a la espera de que salgan los feligreses -potenciales compradores-. Allí me cuenta que su trabajo es “bien cansador y agotador”, y que tienen que cuidarse de los gendarmes.
“Tenés que caminar bastante, yo me sé quedar hasta las diez, once de la noche vendiendo. Me sé ganar entre 100 a 120 bolivianos, cuando me va bien. Siempre estamos atentos a los gendarmes, tenemos que tener cuidado con ellos porque, si entramos a los parques, nos quitan el carrito y se lo llevan a la exterminal, de donde, para sacarlo, la multa es de 400 a 500 bolivianos”, relata. Si pasa eso, la mitad la paga el dueño del carrito y la otra el vendedor. Eso como castigo, “por dejarse agarrar”.
Juana dice que en verano se vende mucho pese a la competencia. “Hay hartos que venden somó, incluso están los mocochincheros y los que venden refrescos y soda, pero la gente prefiere mucho el somó porque está cocido, a diferencia del mocochinchi que lo hacen de agua cruda y colorante, o la soda que es dañosa”, rumorea alabando su producto, como buena vendedora que es.
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Uno de los competidores de Juana es Wilfredo, quien pasa a su lado gritando con voz de niño que quiere ser hombre:
– Somóóóó!!! Somóóóó!!! Somóóóó fríoooo!!!
Con una mochila colgada en su espalda, una chauchera en la cintura y su carrito de somó, que en dimensión es el doble que él, charla conmigo.
– ¿Por qué sales a vender?, ¿te dejan trabajar a tu corta edad?
– Ayudo a mis papás, mi mamá es empleada y mi papá es albañil. La doñita (la dueña de los carritos) es buenita, me deja nomás trabajar, soy el más pequeño de todos. En la semana estudio y los domingos vengo aquí a trabajar hasta que termine de vender.
Luego de vender un vaso de somó, Wilfredo arrastra su carrito. Se nota que le pesa más que a los otros vendedores. En ese momento se le acerca un gendarme robusto y alto, es quien cuida el parque. De un jalón y ante la mirada de los transeúntes y demás vendedores, le quita el paquete de vasos plásticos. Con voz gruesa y amenazante, el gendarme le advierte que se vaya del lugar. El niño, asustado y tembloroso, empuja el carro y se retira del parque.
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El peligro y los riesgos a los que están expuestos los somoseros en las calles son latentes. Pero ¿qué hay de sus patrones y de las personas que los contratan? En un intento por querer saber más de ellos, fui a tres lugares. Uno ubicado por el segundo anillo, otro por la Omar Chávez y otro al final de La Ramada. Las respuestas fueron: “No está el dueño”, “Aquí no hacemos somó”, “Quién le ha dicho que vendemos, aquí no hay nada”, “No, no la puedo dejar entrar, ni decir nada, porque ya en una ocasión vinieron preguntando y luego llegaron los de la Gendarmería; ¡vaya a otro lugar!”.
De igual manera, las respuestas de los somoseros fueron vagas: “Los dueños son de La Paz”; “Son unos cochabambinos, los dueños”.
La mayoría de los somoseros no están asociados, trabajan libremente. Esto se pudo constatar cuando se les preguntó si pertenecían a alguna asociación. “No, no tenemos, aunque queremos para que nos dejen trabajar en paz”, respondieron.
Prefieren callar por conservar el trabajo y aguantar el sol que los quema, los zapatos que les sacan ampollas, el sudor que les escurre por la piel, el cansancio de sus piernas, la competencia que está a la vuelta de la esquina, los gendarmes que están al acecho y el peligro de las movilidades al cruzar una calle o avenida. Todo eso, para ganarse el sustento: entre 120 a 180 bolivianos diarios. Para ellos, eso es la comida y el techo del día. Para los empresarios anónimos dueños de los carros, es un gran negocio que se salva de pagar impuestos y seguro social.
Esta crónica se elaboró en el marco de la Maestría en Comunicación Periodística UEB-UNESCO.