Está desnuda. Sostiene en sus manos una muñeca de plástico, desnuda como ella, con la cabeza rota. Le habla con ternura, la acaricia.
Quienes van temprano al trabajo o a la escuela, se sorprenden y comentan. Algunos se compadecen, otros se sonríen ante el cuadro que ofrece esta mañana esa parada de buses que casi nadie usa. Es una ruta por la que camiones y buses vienen y van, lanzando bocinazos torpes e insistentes. Así es el diario vivir de esta vía transitada, muy cerca del Parque Industrial y de los almacenes de Aduana Santa Cruz.
Ocho horas después, bajo un sol capaz de agrietar el mismo asfalto, allí está todavía ella. “Soy la Flaca. Así me dicen, así me gusta”, afirma, casi titubeando. Ahora lleva puesto un vestido gris gastado y un suéter rosado y manchado. No usa ropa interior ni calzados. Un olor penetrante se convierte en su aureola inseparable, pero ella no se da cuenta de olores, de ruidos ensordecedores, ni siquiera del calor del que todos se quejan esta tarde de verano.
Dice tener hambre y acepta un paquete de galletas y un sobre de bebida achocolatada, pero ni se molesta en abrirlos. Está más preocupada con unos frutos rojos que dice que ha venido a ver. “Son esos los que mataron a mi papito”, afirma sin rencor, sino más bien con curiosidad. “Están en ese árbol. Son chiquitos, rojitos… aunque a veces son verdes. Parecen unos rábanos”, dice, mientras apunta al único árbol que quedó en el patio de una industria metalúrgica.
Nadie sabe a qué hora la Flaca apareció ni de dónde vino. Lo cierto es que pasó allí tres días y tres noches esperando conocer esos frutos rojos, aceptando lo que los obreros le pasaban de comer y de vestir entre las rejas, y sin perder la mirada a un árbol al que nadie le ha visto dar fruto. Hasta que un día la Flaca, así como vino, se fue. Sin dejar rastro.
Los vecinos más cercanos están a más de 50 metros del lugar que ella eligió para cobijarse por esos días. Muchos ni siquiera se dieron cuenta de que ella estuvo allí. «Hay, pues, hartos locos deambulando por ahí», dice la dueña de un puesto de refrescos. El guardia de la metalúrgica solo sabe que de los almacenes de la industria salieron prendas para que la mujer pudiera cubrir su cuerpo y, de vez en cuando, un plato de comida, cuando la compasión llegó a pesar más que la indiferencia.
El último en verla fue, precisamente, un guardia, que ese tercer día tuvo más trabajo que de costumbre y no vio cuando la mujer se retiró; sin embargo, está casi seguro de que su familia la llevó de vuelta a casa. «No es la primera vez que viene. Se queda por ahí, no hace nada. Luego desaparece, pero seguro que volverá», indica.
La Flaca es una de esas nueve mil personas que, se dice, viven con alteraciones mentales en el país. Es una estadística hecha de puras conjeturas porque nadie sabe a ciencia cierta cuántos enfermos mentales hay en una ciudad como Santa Cruz. Lo que sí saben médicos y familiares de pacientes, es que los males de la cabeza no son bien aceptados y muchas veces ni siquiera reconocidos, por más que estén a la vuelta de la esquina… o quizás más cerca aún. “Cualquier dolencia que no sea física, es un estado alterado de la mente”, aclara Blanca de Lozada, voluntaria y fundadora del Centro de Salud Mental Santa Cruz. Y el siquiatra Marco Becerra añade: “No solo atendemos al loco de atar, que se ve en las películas. También vemos casos de estrés, de falta de atención o de depresión”.
Animados por la esperanza de que la ayuda estatal aflore al saber que este no es un mal de pocos, los familiares de pacientes agrupados en la institución llamada ALFA (Asociación Legisladora de Familias en Acción) se atreven a dar la cara. Saben que al hacerlo corren el riesgo de que se los tilde de todo un poco, solo por tener un familiar con alguna enfermedad mental. Pero están decididos a hacer algo para que las cosas no se queden como están.
«No hay un solo hospital público dedicado a las enfermedades mentales», se quejan esas madres en sala de prensa, como para que todos sepan de sus preocupaciones. Los centros a los que hoy pueden acudir, a pesar de tener tarifas solidarias y hasta eliminar aranceles para el que menos puede, siguen apareciendo como servicios caros para cualquier familia.
Un caso basta para entender. Un paciente con alteraciones mentales suele requerir medicación en forma diaria. Ni qué decir cuando la crisis de esquizofrenia, por ejemplo, aflora. La única manera de sacar al paciente de ese estado que mezcla de una sola vez irritabilidad, ansiedad, depresión y hasta comportamiento suicida, es la internación por al menos tres meses. Esto significa prepararse para encarar una cuenta de Bs 40.000.
No todos pueden costear el tratamiento y estas familias creen que esa es la razón por la que muchos enfermos acaban abandonados a su suerte. A veces deliberadamente sueltos en las calles; otras veces, dejados como herencia en la puerta de uno de esos centros siquiátricos. En otros casos, deambulan por la ciudad a riesgo de todo, porque aprovecharon un descuido de sus familiares y escaparon… hasta que los vuelven a encontrar. Es lo que los guardias de la metalúrgica deducen que pasa con la Flaca, cada vez que aparece por ahí, dando rienda suelta a esas historias que su mente teje con más vehemencia cuando no está medicada.
Para ella, sin embargo, su estado no encuadra en ningún nombre médico. “Siempre he sido así. Yo no soy enferma, solo tengo la cabeza grande. Eso me dijo mi papito”, explica. No obstante, cada tanto se acuerda de una tableta blanca, que suele tomar después del baño.
Para dar con la familia o saber más de la historia de la Flaca después que dejó esa parada de buses solitaria, las únicas pistas parecen ser las que ella misma dio, medio en serio medio en clave, en un diálogo sinuoso que mezcla realidad y fantasía. «Pertenezco al Benito Menni», dijo, citando ese hospital siquiátrico que lleva el nombre de un sacerdote. Diez segundos después la Flaca dijo que pertenecía al hospital San Juan de Dios y después, a Prosalud.
En el Benito Menni -de los tres citados, el único centro especializado en trastornos mentales- no hay reportes de fuga. Como no hay nombre sino apodo, la descripción vale más: joven, pelo recortado sin ningún rigor, dientes sanos, ojos negros. La descripción de la Flaca parece familiar. “Debe ser esa joven que tiene su familia más allá del quinto anillo. Cada que viene, la bañamos, la medicamos, la estabilizamos, pero luego vuelve a casa y no sabemos si sigue su tratamiento”, expresa Sor Angélica. Ella es una religiosa de la congregación de las Hermanas Hospitalarias del Sagrado Corazón de Jesús, una institución que está esparcida por el mundo y dedicada solo a pacientes con desórdenes mentales. Vincular caridad y ciencia en la atención al paciente es su lema. Solo ellas saben lo que cuesta cumplirlo.
Rejas y cerrojos abundan y contrastan con la paz que transmite esa arboleda que rodea los pabellones del Benito Menni. A lo lejos se escuchan unos gemidos. No son como los de un dolor agudo, sino más bien como el de un mal que se ha hecho crónico. Y una vez se abre la puerta, a quien viene desde afuera y jamás ha pisado antes un siquiátrico, el panorama se parece más a un campo zombie. Unos acostados, otros caminando con dificultad porque tienen una afección física también, otros con expresión de distracción permanente.
Es el pabellón de los especiales, como prefiere llamarlos Sor Angélica, evitando que se los catalogue como crónicos, porque le parece que esa palabra desde ya les augura una estadía sin fin en el Benito Menni. Está segura de que hay que revertir la condición a la que han sido condenadas esas 30 almas que componen este pabellón. Según la religiosa, son pacientes que podrían irse a casa, pero ello no está entre sus posibilidades.
Aquí, bajo el acompañamiento de una religiosa y otras voluntarias, pasan las horas hombres y mujeres. Esta vez, esperando la cena. Algunos jóvenes, otros mayores. El punto en común es que alguna vez llegaron aquí y más nadie se acordó de ellos. No reciben visitas, no saben si algún día volverán a casa. Aun así, la pregunta más frecuente que hacen a quien llega de afuera es reiterativa y parece casi enseñada: ¿cuándo me voy a ir?, ¿cuándo viene mi mamá? ¿ya me voy a ir?
Son estos pacientes los que se han convertido en hijos del Benito Menni, que engrosan esas cuentas que cada vez cuesta más pagar. “Desde que nos catalogaron como hospital de tercer nivel, por ser especializado, la Alcaldía dejó de pagar nuestras cuentas de agua y luz”, se queja Sor Angélica. Y así, con una simple clasificación, el día a día se volvió más difícil al interior de este centro.
La Gobernación, aferrada a un rol cumplido, no ve que los Bs 10 diarios que asigna para la alimentación por paciente están lejos de cubrir las tres comidas. Y que los Bs 100 que otorga para medicamentos en forma mensual para todos los internos en conjunto, es apenas el 10% de lo que requiere un solo paciente cuando llega en su peor crisis.
Mil bolivianos es, por ejemplo, lo que demandó la estudiante de enfermería, esmerada e introvertida, una niña de su casa, que una noche extraña cedió a la presión común y aceptó ir de fiesta. Allí probó una fórmula desconocida que le provocó un estado jamás antes visto en ella. Sor Angélica es capaz de recordarla entre decenas de casos que llegan a este centro cada día, porque seis guardias fortachones fueron necesarios para sostenerla y porque el tratamiento regular no surtió efecto en ella. Hizo falta apelar al olvidado y extremo shock para sacarla del descontrol. Ella ya no está internada, pero no ha dejado de ser paciente ni dejará de serlo, porque desde esa noche única de farra está médicamente condenada a una vida de remedios para mantenerse estable.
El caso de la estudiante de enfermería sirve también para mostrar que no hay que tener una vida de adicciones para terminar con la mente alterada. El Benito Menni se nutre de historias diversas, no distingue edades, no busca antecedentes genéticos definidos, ni largos años de vicios.
En el otro pabellón, el de los pacientes agudos, aquellos que entran y salen según la necesidad, la realidad no es menos complicada. Aquí, cada vez hay más jóvenes. “Tengo dos de 13 años y esta tarde me traen una niña también de 13. Chicos violentos, que rompen todo lo que hay en casa y que la familia ya no sabe qué más hacer con ese estado sicótico”, expresa preocupada Sor Angélica.
El Benito Menni se pasa así los días, con trabajo y necesidades de sobra. En el pabellón de agudos o en de los especiales, Sor Angélica a veces tiene la impresión de que pronto no habrá lugar suficiente para albergar a todos.
En busca de explicaciones y de soluciones, muchos caminos se pueden andar. Pero Sor Angélica es de la idea de que hay algo básico que debe cambiar: la actitud con la que se ve a la salud mental en sí y, por ende, a la enfermedad mental. Esto, para que no aparezcan casi niños con estados sicóticos increíbles, ni familias capaces de deshacerse de un familiar sin remordimiento alguno solo porque en su mente se fusionan fantasía y realidad.
La descripción oficial de salud mental, descrita por la Organización Mundial de la Salud, no es larga ni difícil de leer. La ausencia de trastornos mentales que menciona o la posibilidad de gozar de un estado consciente como para asumir sus propias capacidades, afrontar las tensiones de la vida y trabajar de forma productiva, ya son condiciones que no parecen tan fáciles de cumplir por cualquier individuo.
Sor Angélica insiste en que no es solo un tema que atañe a quien osó usar drogas o viciarse en alcohol. En el mundo de hoy se mezclan más factores que pueden hacer a cualquiera pasar la delgada línea de la salud mental para llegar a la enfermedad mental. Por eso mismo, asegura, hay que cambiar esa postura casi generalizada de que al enfermo mental hay que internarlo, encerrarlo y olvidarlo. “La hospitalización no es terapéutica. Es solo para compensar al enfermo; es temporal, solo para estabilizar”. Su expresión parece oponerse a la rutina de dificultades que tiene por pacientes dejados en la puerta.
Revertir esta postura requiere, sobre todo, un rol más activo de las familias, de los individuos y de la comunidad, opinan los entendidos. Esto, si queremos que la Flaca desnuda deje de ser solo una escena que causa curiosidad y hasta risa, y se entienda que hay que cuidar más la salud mental. Esto significa reforzar el núcleo familiar, que da estabilidad, y saber que cuando nos sentimos nerviosos, ir al siquiatra o pedir apoyo sicológico es la medida más sensata y la única capaz de evitar que más mentes empiecen un camino difícil de revertir.
Esta crónica se elaboró en el marco de la Maestría en Comunicación Periodística UEB-UNESCO.